Uno de los consejos que el demonio veterano de las Cartas del diablo a su sobrino (The Screwtape letters) de C. S. Lewis da al diablillo más joven para confundir al humano cuya alma se le ha encomendado perder, advierte sobre el peligro de dejarlo pensar por su cuenta: «Tu hombre –dice el tentador viejo- se ha acostumbrado desde que era un niño a una docena de filosofías incompatibles bailando todas a la vez dentro de su cabeza. No piensa las doctrinas como “verdaderas” o “falsas”, sino como “académicas” o “empíricas”, “agotadas” o “vigentes”, “conservadoras” o “progresistas”. La jerga, no los argumentos, son tu mejor aliado…»
Desde luego, el pequeño demonio hubiera tenido las cosas más difíciles si su víctima hubiera sido Juan José Sebreli, cuyo libro El olvido de la razón fue reconocido en 2007 por el suplemento cultural de El Mundo como el mejor texto de no ficción publicado ese año en España. Converso de todos los credos que luego se ha dedicado a desmitificar, el autor argentino hace ahora su crítica del irracionalismo moderno desde el punto de vista de la filosofía, paseándose por lo más significativo del pensamiento del siglo XX. Pero no se trata, sin embargo, de una indulgente historia de la inconsecuencia intelectual sin más: igual que para el diablo de Lewis, aquí el divorcio entre la verdad y las ideas es un asunto que tiene que ver con el control de las almas; como en toda la obra de Sebreli es la lectura política la que articula su exposición, y probablemente será esto lo que más le critiquen sus detractores, que no son pocos: lo acusarán de hacer no una historia de las ideas, sino de las ideologías; no del pensamiento de tal o cual filósofo, sino de la utilización interesada que de él se ha hecho. Pero uno podría preguntarse dónde viven en nuestro tiempo las ideas puras: de un lado, la ciencia ha sustraído a la reflexión todo lo que puede comprobar sin su ayuda; del otro, la metafísica y la religión se han relegado al ámbito de lo personal, excluidas ambas de la discusión objetiva. Y si el pensamiento moderno no tiene como objeto ni las verdades concretas ni la Verdad última, ¿no cae sobre él la sospecha de que, más que nunca, puede ser un instrumento al servicio del poder?
No es sólo la sinrazón (al modo, por ejemplo, de lo que han hecho en dos tomos para la editorial Síntesis Alicia Villar y Manuel Suances) lo que ocupa el trabajo de Sebreli, sino verdaderamente, como en la famosa frase del Quijote, la razón –o las razones- de aquélla; el irracionalismo razonado, podríamos decir, cuyo absurdo reside no tanto en lo que propone, sino en proponerlo como argumento consistente a la luz de un juicio recto. El poder evidente de las conquistas que ha hecho la racionalidad humana hace a veces imposible cuestionarlas; pero siempre cabe la posibilidad de difuminar sus contornos, de extender el prestigio de su nombre hasta otras cosas que ni remotamente se les parecen, pero que se proclaman iguales, sin vergüenza de la usurpación. Así por ejemplo tiene razón Giovanni Sartori cuando dice que el principal problema de la democracia es que todas las formas de gobierno quieren hacerse pasar por ella: Kim Jong-il, Mugabe o Fidel Castro se tienen sin duda por demócratas a carta cabal. Y todas las utopías que proponen la vuelta a un pasado mítico lo hacen en nombre del futuro, pretendiéndose ultra-modernas cuando en realidad son fervientemente retrógadas y enemigas de la modernidad. De modo que la primera obligación que este tiempo impone a los hombres deseosos de defender sus libertades y de luchar contra el autoritarismo es la de procurar, como ha dicho Václav Havel, “vivir en verdad”.
Sebreli comenzó a cantar la palinodia de sus convicciones políticas en Tercer mundo, mito burgués (1974), donde denunciaba todo lo que había por detrás de los argumentos del imperialismo y de la dependencia; una auténtica transformación para un admirador de Tran-duc-Thao, que había caído en la cuenta de la desgracia que para su Argentina natal había representado, precisamente, el dejar de depender de Inglaterra, perdiendo el puesto privilegiado en la economía internacional que había hecho sus años de oro. En Los deseos imaginarios del peronismo (1983) y en su enciclopédica Crítica de las ideas políticas argentinas (2003) Sebreli no pudo dejar de enfrentar, a la jeremíaca constatación del deterioro bajo el signo del populismo, la ucronía de los trenes perdidos con el naufragio de los proyectos liberales: la derrota de Lisandro de la Torre frente a Yrigoyen, el fracaso del plan económico de Federico Pinedo, el golpe del 43 y el ascenso de Perón.
El cosmopolitismo argentinocéntrico de Sebreli recuerda mucho al de Borges: su aproximación a todos los temas de la identidad nacional –el tango, el fútbol, el gaucho- es en realidad, como la metáfora del cambalache, un esfuerzo por entender la cultura en su estado actual. Y esto, de nuevo, no es pura curiosidad costumbrista; en su caso responde a la necesidad de arrojar algo de luz sobre aquella tremenda confusión de valores. También éste es el tema de Las aventuras de la vanguardia (2000), cuyo subtítulo es significativo: El arte moderno contra la modernidad. Sobre la huella de las “aporías” advertidas por Hans Magnus Enzensberger, Sebreli insiste en su impugnación del miedo reaccionario al progreso y la catarsis irracionalista que, pretendiendo reedificar el mundo sobre las ruinas de lo existente, quisiera, en realidad, detenerlo o invertir el curso del tiempo. No desentonan estas observaciones, pongo por caso, con las que ha hecho Nikolaus Harnoncourt en su estudio de La música como discurso sonoro sobre ese mismo asunto del equívoco vector temporal de las vanguardias: “La música de hoy no basta ni al músico ni al público, incluso la mayor parte de éste la rechaza directamente, y para llenar el vacío generado de esta manera se recurre a la música histórica. En los últimos tiempos ya nos hemos acostumbrado tácitamente a entender bajo el concepto de música sobre todo la música histórica; a la música contemporánea se la admite, como mucho, de paso. En la historia de la música, esta situación es del todo nueva. Un pequeño ejemplo puede servir de ilustración: si hoy en día se retirase la música histórica de las salas de conciertos y sólo se ejecutaran obras modernas, pronto quedarían desiertas; exactamente lo mismo, a la inversa, habría pasado en tiempos de Mozart si se hubiese privado al público de la música contemporánea y sólo se hubiese ofrecido música antigua”.
En El olvido de la razón Sebreli no pierde de vista la influencia de todas las corrientes que reseña –desde el romanticismo en el que, según parece, seguimos viviendo, hasta los postestructuralistas- sobre el pensamiento latinoamericano. Cosa triste ésa de que nuestro intento de desarrollar una reflexión filosófica seria haya tenido modelos como la esotérica teoría de la historia de Spengler o el críptico galimatías de Heidegger (cuyos neologismos y “palabras trencito” son tan evidentes, por ejemplo, en un Mayz Vallenilla). Verdad es que a veces Sebreli tiende a simplificaciones exageradas; a reducciones demasiado prosaicas de conceptos que no son tan elementales como pretende hacer ver. De todos modos, y aunque la hubiera modulado mejor, su voz hubiera molestado, como molesta desde hace ya varias décadas, diciendo sin empacho que el emperador está desnudo.
Desde luego, el pequeño demonio hubiera tenido las cosas más difíciles si su víctima hubiera sido Juan José Sebreli, cuyo libro El olvido de la razón fue reconocido en 2007 por el suplemento cultural de El Mundo como el mejor texto de no ficción publicado ese año en España. Converso de todos los credos que luego se ha dedicado a desmitificar, el autor argentino hace ahora su crítica del irracionalismo moderno desde el punto de vista de la filosofía, paseándose por lo más significativo del pensamiento del siglo XX. Pero no se trata, sin embargo, de una indulgente historia de la inconsecuencia intelectual sin más: igual que para el diablo de Lewis, aquí el divorcio entre la verdad y las ideas es un asunto que tiene que ver con el control de las almas; como en toda la obra de Sebreli es la lectura política la que articula su exposición, y probablemente será esto lo que más le critiquen sus detractores, que no son pocos: lo acusarán de hacer no una historia de las ideas, sino de las ideologías; no del pensamiento de tal o cual filósofo, sino de la utilización interesada que de él se ha hecho. Pero uno podría preguntarse dónde viven en nuestro tiempo las ideas puras: de un lado, la ciencia ha sustraído a la reflexión todo lo que puede comprobar sin su ayuda; del otro, la metafísica y la religión se han relegado al ámbito de lo personal, excluidas ambas de la discusión objetiva. Y si el pensamiento moderno no tiene como objeto ni las verdades concretas ni la Verdad última, ¿no cae sobre él la sospecha de que, más que nunca, puede ser un instrumento al servicio del poder?
No es sólo la sinrazón (al modo, por ejemplo, de lo que han hecho en dos tomos para la editorial Síntesis Alicia Villar y Manuel Suances) lo que ocupa el trabajo de Sebreli, sino verdaderamente, como en la famosa frase del Quijote, la razón –o las razones- de aquélla; el irracionalismo razonado, podríamos decir, cuyo absurdo reside no tanto en lo que propone, sino en proponerlo como argumento consistente a la luz de un juicio recto. El poder evidente de las conquistas que ha hecho la racionalidad humana hace a veces imposible cuestionarlas; pero siempre cabe la posibilidad de difuminar sus contornos, de extender el prestigio de su nombre hasta otras cosas que ni remotamente se les parecen, pero que se proclaman iguales, sin vergüenza de la usurpación. Así por ejemplo tiene razón Giovanni Sartori cuando dice que el principal problema de la democracia es que todas las formas de gobierno quieren hacerse pasar por ella: Kim Jong-il, Mugabe o Fidel Castro se tienen sin duda por demócratas a carta cabal. Y todas las utopías que proponen la vuelta a un pasado mítico lo hacen en nombre del futuro, pretendiéndose ultra-modernas cuando en realidad son fervientemente retrógadas y enemigas de la modernidad. De modo que la primera obligación que este tiempo impone a los hombres deseosos de defender sus libertades y de luchar contra el autoritarismo es la de procurar, como ha dicho Václav Havel, “vivir en verdad”.
Sebreli comenzó a cantar la palinodia de sus convicciones políticas en Tercer mundo, mito burgués (1974), donde denunciaba todo lo que había por detrás de los argumentos del imperialismo y de la dependencia; una auténtica transformación para un admirador de Tran-duc-Thao, que había caído en la cuenta de la desgracia que para su Argentina natal había representado, precisamente, el dejar de depender de Inglaterra, perdiendo el puesto privilegiado en la economía internacional que había hecho sus años de oro. En Los deseos imaginarios del peronismo (1983) y en su enciclopédica Crítica de las ideas políticas argentinas (2003) Sebreli no pudo dejar de enfrentar, a la jeremíaca constatación del deterioro bajo el signo del populismo, la ucronía de los trenes perdidos con el naufragio de los proyectos liberales: la derrota de Lisandro de la Torre frente a Yrigoyen, el fracaso del plan económico de Federico Pinedo, el golpe del 43 y el ascenso de Perón.
El cosmopolitismo argentinocéntrico de Sebreli recuerda mucho al de Borges: su aproximación a todos los temas de la identidad nacional –el tango, el fútbol, el gaucho- es en realidad, como la metáfora del cambalache, un esfuerzo por entender la cultura en su estado actual. Y esto, de nuevo, no es pura curiosidad costumbrista; en su caso responde a la necesidad de arrojar algo de luz sobre aquella tremenda confusión de valores. También éste es el tema de Las aventuras de la vanguardia (2000), cuyo subtítulo es significativo: El arte moderno contra la modernidad. Sobre la huella de las “aporías” advertidas por Hans Magnus Enzensberger, Sebreli insiste en su impugnación del miedo reaccionario al progreso y la catarsis irracionalista que, pretendiendo reedificar el mundo sobre las ruinas de lo existente, quisiera, en realidad, detenerlo o invertir el curso del tiempo. No desentonan estas observaciones, pongo por caso, con las que ha hecho Nikolaus Harnoncourt en su estudio de La música como discurso sonoro sobre ese mismo asunto del equívoco vector temporal de las vanguardias: “La música de hoy no basta ni al músico ni al público, incluso la mayor parte de éste la rechaza directamente, y para llenar el vacío generado de esta manera se recurre a la música histórica. En los últimos tiempos ya nos hemos acostumbrado tácitamente a entender bajo el concepto de música sobre todo la música histórica; a la música contemporánea se la admite, como mucho, de paso. En la historia de la música, esta situación es del todo nueva. Un pequeño ejemplo puede servir de ilustración: si hoy en día se retirase la música histórica de las salas de conciertos y sólo se ejecutaran obras modernas, pronto quedarían desiertas; exactamente lo mismo, a la inversa, habría pasado en tiempos de Mozart si se hubiese privado al público de la música contemporánea y sólo se hubiese ofrecido música antigua”.
En El olvido de la razón Sebreli no pierde de vista la influencia de todas las corrientes que reseña –desde el romanticismo en el que, según parece, seguimos viviendo, hasta los postestructuralistas- sobre el pensamiento latinoamericano. Cosa triste ésa de que nuestro intento de desarrollar una reflexión filosófica seria haya tenido modelos como la esotérica teoría de la historia de Spengler o el críptico galimatías de Heidegger (cuyos neologismos y “palabras trencito” son tan evidentes, por ejemplo, en un Mayz Vallenilla). Verdad es que a veces Sebreli tiende a simplificaciones exageradas; a reducciones demasiado prosaicas de conceptos que no son tan elementales como pretende hacer ver. De todos modos, y aunque la hubiera modulado mejor, su voz hubiera molestado, como molesta desde hace ya varias décadas, diciendo sin empacho que el emperador está desnudo.