martes, 15 de julio de 2008

¿Y se puede saber quiénes son los afrovenezolanos?



A mi querida amiga P.A.

A través de esas redes masivas en las que uno figura no se sabe por qué, me llega por Internet una invitación al II Encuentro Nacional Afrovenezolano, del que se da la descripción que sigue (yo he repuesto todas las tildes que faltaban): “participarán delegados y delegadas de catorce estados [¿y estadas?] del país para elaborar el plan quinquenal 2008/2013 para el desarrollo integral de las comunidades afrodescendiente [sic] en el país. Desde el 2000 hasta nuestro [sic, de nuevo] días la Red Afrovenezolana ha logrado hacer una ruptura [hacer una ruptura, supongo, ha de ser lo mismo que romper] con la visión folclórica y estereotipada que los gobiernos y la sociedad global tenían hacia la población afro y salto, de esa visión reduccionista, a una visión de participación [el verbo no se supo cuál era] en lo político y develar [¿o debelar?] la situación que se encontraban más de 5 mil comunidades afro [sic: me imagino que la andaban buscando] en más de cincuenta municipio [sic también. Claro: al no decir “cincuentas”…] de todo el país donde la educación, la salud, el tema de la tierra, la ausencia de servicios básicos, necesidades básicas insatisfecha [¡siiic!], violencia intrafamiliar [¿con "familiar" no bastaba?], entre otros problemas, dejan mucho que desear. Los temas a abordar [bello galicismo, ¿afro también?] en este segundo Encuentro Afrovenezolano son: Educación, Mujeres, Jóvenes, Indicadores sociales, el problema de la tierra, ciencia/comunicación y tecnología, y los aspectos jurídicos" (¿el look de los abogados, quizá?).

En fin: un ejercicio de redacción digno del decreto aquel que rebautizaba el 12 de octubre como Día de la Resistencia Indígena en estos términos:

Que a pesar de haber sido superado en América el colonialismo como sistema político formal a partir del triunfo de las guerras de independencia del siglo XVIII [¡!], las estructuras sociales a lo interno y externo de nuestras sociedades está aún constituido [sic] sobre criterios originados en la relación colonial, entre los que destaca el considerar la "cultura e historia universal" como sinónimo de los valores culturales e historia de la sociedad dominante.

La verdad es que no me he preocupado por averiguar cómo es la relación jerárquica entre las organizaciones “afrovenezolanas” y el gobierno, y ni siquiera si la hay. Creo que lo de los “planes quinquenales” es suficientemente elocuente, y que hay una perfecta sintonía entre el enfoque del “Encuentro” y, por ejemplo, las palabras de Chávez en la reciente cumbre de Margarita. Todo se reduce, de nuevo, a la estrategia de dividir para reinar. Lo que pasa es que ahora, me imagino, cuenta con la complicidad de esa antropología perversa que tanto se ha utilizado en esta América Latina para rentabilizar políticamente el mito buensalvajista.


Así, por ejemplo, el estructuralismo neo-rousseauniano, discípulo de Levi-Strauss, se ha inventado, como fuerza beligerante en los juegos del poder en el Tercer Mundo, a un indígena que es tan falso como los indios que creó la fantasía del conquistador europeo a partir del siglo XV. En la política de los estados nacionales latinoamericanos no existe ni puede existir el indígena: existe el mestizo. Si sus facciones son más o menos mongólicas; si se empluma o se llena de collares para asistir a los foros políticos; si conserva todavía la lengua de su tribu, queda sin embargo muy claro que el concejal, el diputado, el jefe guerrillero marxista, no es ya en lo absoluto lo mismo que fueron sus antepasados antes de trabar contacto con la civilización occidental. Si posee la lengua española y las estructuras mentales del pensamiento occidental, ya no es indígena puro; pertenece a ambos mundos, como el Inca Garcilaso, independientemente de cómo armonice sus afectos y de cómo se conciba a sí mismo. Porque el derecho a la “autoadscripción” que defienden algunos antropólogos muy políticamente correctos es un total exceso relativista: de poco le vale a uno “sentirse” de tal o de cual parte si cualquier gesto delata su verdadero gentilicio. Lo que pasa es que “meterse a indio” puede ser muy buen negocio: se pueden obtener subsidios especiales, financiamientos, altisonancia en la denuncia y solidaridad tercermundista. De aquí la seducción de eso que Sebreli llamaba el “autoexotismo”.

¿Quiere decir eso que no exista el problema indígena? He ahí el quid del asunto, porque si lo indígena es un problema lo será para la visión occidental: abocarse a mejorar su calidad de vida es en realidad una declaración de principios que postula implícitamente las ventajas superiores de los modos occidentales de vida, y que, al quererlos trasmitir, impugna los de aquellas culturas. Entonces ¿es legítimo intervenir de ese modo en la vida de esos pueblos en nombre del indigenismo? En nombre del indigenismo, yo creo, no se puede hacer más que dejarlos en paz, y procurar, en todo caso, que la civilización occidental se les mantenga alejada, sin perturbarlos.

Pues el invento ahora son los “afrovenezolanos”. ¿Y estos quiénes son? Los venezolanos negros, simplemente. Alejo Carpentier, que era discípulo del gran etnólogo cubano, padre de los estudios negristas en Latinoamérica, Fernando Ortiz, decía, con la más aplastante de las lógicas, que un negro de La Habana o de Camagüey era simple y llanamente un criollo, lo mismo que los demás cubanos. Para el caso de Venezuela no puede haber nada más obvio. Los venezolanos de piel más oscura, ¿sabrán si sus antepasados procedían de Loango, de Luanda, de M´Banza Kongo o de São Tomé? ¿Sabrán dónde quedan esos sitios? ¿Sabrán en qué siglo los trajeron a América, y quién, y por qué medio? ¿Hablarán alguna de las lenguas –Yoruba, Ewe, Akan, Bubi- del grupo Nigero-kongo-kordofaniano? Entonces ¿qué tienen ellos que ver con África?

Tampoco creo yo que, salvo los cronistas o los que tienen el prurito de la genealogía, sean capaces los más blancos de decir si sus ancestros eran naturales de Extremadura, de Cantabria o del País Vasco. Entre otras cosas porque a lo mejor no es de allí de donde vienen, sino de Madeira, de Budapest, de Beirut o de Potenza. Y estos mismos pueden ser los ascendientes del “afro”, que por eso, a pesar del ébano de sus carnes, se puede llamar perfectamente Felipe Pérez, Stevenson Salazar, Rodrigo Chaurán o Félix Bevilacqua. Porque los desleimientos del café en Venezuela tampoco permiten encontrar un negro puro: son, casi todos, mestizos, igual que el resto de la población.

Se me dirá que la afrovenezolanía a la que se refieren los antropólogos no es tanto ésa, sino la de algunos pueblos costeros (Barlovento, Curiepe, Birongo), en donde permanecen mejor conservadas ciertas tradiciones: los ritos animistas, los bailes de tambores. También hay pueblos venezolanos en donde se conserva el entierro de la sardina, el sebucán, las peleas de gallos y otras tradiciones que no nos han llegado de África. ¿Hay que reivindicar, entonces, la participación social y política, no a cuenta de pobres o marginados, sino de galleros o de cantadores de malagueñas? Por lo demás, yo invito a cualquiera a que vaya a una boda en el Club Ítalo-Venezolano de Caracas para que vea a nuestros ítalo-descendientes, y a los que no lo son, en la happy hour, bailando al son de unos frenéticos tambores de Naiguatá. Y en cuanto a los cultos africanistas, en Venezuela importa muy poco la raza cuando se trata de montarle un trabajo al marido para que deje a la amante o de allanar un obstáculo para que se dé un negocio.

No caeré, sin embargo, en la ingenuidad de decir que en Venezuela el “crisol de razas” ha conjurado el lastre del racismo. Por el contrario, viviendo en España me he dado cuenta de cuánto más democrática es, al menos en esos aspectos, la sociedad española: no sólo en lo relativo a los rasgos y al color de la piel, sino, sobre todo, a la posición social. Lo digo porque detrás de todo racismo, y del venezolano en particular, no suele haber sino una aprehensión clasista: en Venezuela no hay desconfianza del negro que ha llegado a ministro, a obispo o a rector de la universidad, sino del que se nos cruza por la noche en una calle oscura. La pobreza aquí no es un fatalismo para los negros, pero sí un índice estadístico que nos ha quedado como herencia de la colonia y de una fallida integración republicana. Por otra parte, ya se sabe que, después del dinero –habido por el medio que sea- nada se admira tanto en Venezuela como la belleza física, y sobre los negros cae el prejuicio del canon estético europeo. Durante mucho tiempo esto se criticó aludiendo a las rubias platinadas que nos representaban en los concursos de belleza; pero más infamante me parece a mí la representación que les han dado a las negras recientemente, obligándolas primero a operarse la nariz, a plancharse el pelo y hasta a ponerse lentillas azules o verdes. Con azúcar ha quedado peor, porque se da a entender que son negras bonitas, precisamente, porque no parecen negras.

Pero de lo que se trata, en la invitación-manifiesto del Encuentro Afrovenezolano, es, una vez más, de la táctica chavista de sembrar el odio social. Y uno se da cuenta, viendo estos ejemplos, de que otra de las falsas apariencias de este régimen es el nacionalismo. Todo nacionalismo es una ficción; un constructo cultural forjado para un propósito político. Los venezolanos teníamos, mejor o peor, el nuestro, armado a lo largo de doscientos años. Con toda la subversión de valores y de símbolos parecería que Chávez ha pretendido cambiarlo, pero ello no es del todo cierto: a Chávez no le interesa construir, en realidad, ninguna nación propia; lo que le interesa es su régimen, su partido, su revolución. La diferencia la ha señalado muy claramente Benedict Anderson en sus ya clásicas Comunidades Imaginadas, al decir que “en una época en que es tan común que los intelectuales progresistas, cosmopolitas, insistan en el carácter casi patológico del nacionalismo, su fundamento en el temor y el odio a los otros, y sus afinidades con el racismo, convendrá recordar que las naciones inspiran amor, y a menudo un amor profundamente abnegado.” A Chávez no le conviene que los venezolanos sientan amor por otra cosa que no sea su revolución. La comunidad no debe imaginarse en la nación, sino en la militancia chavista. Por eso este proceso de conscripción entre unos grupos cuyo interés se quiere reconvertir del folclore o de la investigación histórica a lo político.


Pero aquellos que se quieran dejar tentar por el halago de la diferencia (“la idolatría de la diversidad”, como la ha llamado Fernando Savater), deberían prevenirse contra lo que ella viene, en términos prácticos, a significar siempre: el cercado de un gueto. El problema de Venezuela es la pobreza, no el color de la piel ni el gusto por el son del mina y el culepuya: en eso no se diferencian nada los venezolanos que descienden de africanos que los que descienden de checos, de sefardíes o de sirios. El gobierno de Chávez, tan graznadoramente antiimperialista, copia con esta terminología de lo “afro” uno de los rasgos más chocantes y de las rémoras más lamentables de la cultura norteamericana, donde el color de la piel está significando para Barak Obama un reto que, en lo absoluto, significó para Chávez a la hora de acceder al poder. Pero siquiera a Obama le podrán endilgar lo de afro-norteamericano porque tiene la abuela en Kenia; las de nuestros negros de Birongo no creo yo que estén, en bastantes generaciones hacia atrás, más que en Birongo.

Los antropólogos que de buena fe (quiere decir sin interés político) se presten a apoyar este tipo de enfoques, deberían detenerse a pensar la manera en que su ciencia puede servir mejor a la dignidad humana, que después de todo es de lo que se trata. Hace un par de años asistí a un congreso de antropología iberoamericana que se celebró en la Universidad de Salamanca. Estaba dedicado al “conocimiento local”, esto es, a la ciencia según la cual una persona puede saber que el anís estrellado es bueno para los gases. Una profesora de una universidad mexicana superó con mucho el tiempo de su ponencia dando cuenta de un trabajo de campo en el que había participado, y en el que “demostraba” que el conocimiento despectivamente llamado empírico por las mentes occidentales, puede compararse sin rubor ninguno con el que mientan, en gavilla de hombres blancos, científico. Para prueba de esto se refirió al arte de unos campesinos indígenas de Chiapas en la elaboración de vasijas de barro; y describió muy por menudo toda la serie de pasos que hay que seguir para hacer una vasija de aquéllas, y que implica un dominio de sus técnicas y materiales no menor que el que utiliza un ingeniero nuclear para construir un reactor radioactivo. Quería probar, la buena señora, con aquella conclusión, que el indígena también era capaz de pensar, de establecer un método, de elegir y de crear. Y ante el aplauso que le tributaron por tan brillante aserto, pensaba yo: ¿es que acaso alguien lo dudaba -digo, si se estaba de acuerdo en que hablábamos de seres humanos? Porque si los que hacían las vasijas con tanta gala de atención y efectividad hubiesen sido lémures u orangutanes, el descubrimiento habría estado claro; pero…¿no era lógico que, siendo hombres, y por tanto racionales, fueran aquellos campesinos capaces de una acción que después de todo se conocía ya en el neolítico? Exaltar en ellos este conocimiento hasta el punto descabellado de igualarlo al conocimiento científico, ¿no era, más bien, un desprecio de su humanidad? ¿No sobraba reconocer en ellos un mínimo sin el cual quedaba claro que se los reducía a la animalidad pura? La antropología, entonces, debería cuestionarse la imagen del hombre que crea y la forma de ayudarlo sin arrogantes indulgencias que, por lo demás, nadie le ha pedido.