sábado, 27 de diciembre de 2008

Los herederos de una España inexistente




Leo en El Mundo que entre las personas beneficiadas por la Ley de Memoria Histórica para reivindicar la nacionalidad española hay un grupo constituido en “Asociación de Descendientes del Exilio” que está reclamando al Defensor del Pueblo no tener que jurar fidelidad al Rey, como prescribe el Código Civil para el procedimiento de naturalización. Esto, según, porque los antepasados de los tales eran republicanos y porque, además, la obligación del juramento es una “coacción ideológica”.

Gráfico ejemplo de cómo se manifiesta el utopismo revolucionario, combinando los dos elementos básicos de que está hecho: por un lado, una capacidad asombrosa para interpretar la realidad como le venga en gana, sin importársele en lo absoluto que todo cuanto existe contradiga sus tesis; y, por el otro, una cara dura a prueba de bombas para que semejante contradicción no le impida postular los mayores disparates con la autoridad de quien guarda las más profundas verdades.

Porque ahora resulta que lo ideológico no es lo que ellos piensan del gobierno de España, sino el régimen monárquico que lleva treinta y tres años instalado en este país. Este país que, miren por dónde los señores descendientes, no es ya el de sus abuelos, y ni siquiera el que sustituyó al de sus abuelos. Bien hubieran podido preguntárselo a los que pasaron de aquellos tiempos a estos, y vieron la transformación y el relevo generacional, y se convencieron por sus propios ojos de que era imposible pretender cualquier recuperación del pasado: incluso a los que entonces estuvieron en primera fila, como la Pasionaria o Justino de Azcárate, que se avinieron al nuevo orden entendiendo que éste pertenecía ya a otra época. Pero no: parece que los herederos extrañados de la República se identifican más con la contumacia de un José Bergamín, cuyo empeño en sostener que “mi mundo no es de este reino” acabó llevándolo por los derroteros antisociales de los que siguen viendo a España no como una realidad histórica, sino como un proyecto personal para desquite de sus frustraciones: la izquierda abertzale.

Deberían tener los señores descendientes siquiera la lucidez de reconocer que la gracia que les otorga la ley, y que a buen seguro ellos querrán aprovechar, adonde les permite inmigrar sin trabas es al país que ha decidido vivir bajo una determinada forma de gobierno –la monarquía parlamentaria-, con la cual se ha construido la sociedad a la que ahora se les invita a incorporarse. Y que lo hagan, norabuena, y contribuyan a seguirla transformando, faltaba más; porque tampoco la España del futuro podrá ser la del presente. Lo que no se puede es aceptar una nacionalidad a título de inventario para ser español no de la España real y actual sino de una que se reivindica desde el pasado y desde el extranjero.

martes, 15 de julio de 2008

¿Y se puede saber quiénes son los afrovenezolanos?



A mi querida amiga P.A.

A través de esas redes masivas en las que uno figura no se sabe por qué, me llega por Internet una invitación al II Encuentro Nacional Afrovenezolano, del que se da la descripción que sigue (yo he repuesto todas las tildes que faltaban): “participarán delegados y delegadas de catorce estados [¿y estadas?] del país para elaborar el plan quinquenal 2008/2013 para el desarrollo integral de las comunidades afrodescendiente [sic] en el país. Desde el 2000 hasta nuestro [sic, de nuevo] días la Red Afrovenezolana ha logrado hacer una ruptura [hacer una ruptura, supongo, ha de ser lo mismo que romper] con la visión folclórica y estereotipada que los gobiernos y la sociedad global tenían hacia la población afro y salto, de esa visión reduccionista, a una visión de participación [el verbo no se supo cuál era] en lo político y develar [¿o debelar?] la situación que se encontraban más de 5 mil comunidades afro [sic: me imagino que la andaban buscando] en más de cincuenta municipio [sic también. Claro: al no decir “cincuentas”…] de todo el país donde la educación, la salud, el tema de la tierra, la ausencia de servicios básicos, necesidades básicas insatisfecha [¡siiic!], violencia intrafamiliar [¿con "familiar" no bastaba?], entre otros problemas, dejan mucho que desear. Los temas a abordar [bello galicismo, ¿afro también?] en este segundo Encuentro Afrovenezolano son: Educación, Mujeres, Jóvenes, Indicadores sociales, el problema de la tierra, ciencia/comunicación y tecnología, y los aspectos jurídicos" (¿el look de los abogados, quizá?).

En fin: un ejercicio de redacción digno del decreto aquel que rebautizaba el 12 de octubre como Día de la Resistencia Indígena en estos términos:

Que a pesar de haber sido superado en América el colonialismo como sistema político formal a partir del triunfo de las guerras de independencia del siglo XVIII [¡!], las estructuras sociales a lo interno y externo de nuestras sociedades está aún constituido [sic] sobre criterios originados en la relación colonial, entre los que destaca el considerar la "cultura e historia universal" como sinónimo de los valores culturales e historia de la sociedad dominante.

La verdad es que no me he preocupado por averiguar cómo es la relación jerárquica entre las organizaciones “afrovenezolanas” y el gobierno, y ni siquiera si la hay. Creo que lo de los “planes quinquenales” es suficientemente elocuente, y que hay una perfecta sintonía entre el enfoque del “Encuentro” y, por ejemplo, las palabras de Chávez en la reciente cumbre de Margarita. Todo se reduce, de nuevo, a la estrategia de dividir para reinar. Lo que pasa es que ahora, me imagino, cuenta con la complicidad de esa antropología perversa que tanto se ha utilizado en esta América Latina para rentabilizar políticamente el mito buensalvajista.


Así, por ejemplo, el estructuralismo neo-rousseauniano, discípulo de Levi-Strauss, se ha inventado, como fuerza beligerante en los juegos del poder en el Tercer Mundo, a un indígena que es tan falso como los indios que creó la fantasía del conquistador europeo a partir del siglo XV. En la política de los estados nacionales latinoamericanos no existe ni puede existir el indígena: existe el mestizo. Si sus facciones son más o menos mongólicas; si se empluma o se llena de collares para asistir a los foros políticos; si conserva todavía la lengua de su tribu, queda sin embargo muy claro que el concejal, el diputado, el jefe guerrillero marxista, no es ya en lo absoluto lo mismo que fueron sus antepasados antes de trabar contacto con la civilización occidental. Si posee la lengua española y las estructuras mentales del pensamiento occidental, ya no es indígena puro; pertenece a ambos mundos, como el Inca Garcilaso, independientemente de cómo armonice sus afectos y de cómo se conciba a sí mismo. Porque el derecho a la “autoadscripción” que defienden algunos antropólogos muy políticamente correctos es un total exceso relativista: de poco le vale a uno “sentirse” de tal o de cual parte si cualquier gesto delata su verdadero gentilicio. Lo que pasa es que “meterse a indio” puede ser muy buen negocio: se pueden obtener subsidios especiales, financiamientos, altisonancia en la denuncia y solidaridad tercermundista. De aquí la seducción de eso que Sebreli llamaba el “autoexotismo”.

¿Quiere decir eso que no exista el problema indígena? He ahí el quid del asunto, porque si lo indígena es un problema lo será para la visión occidental: abocarse a mejorar su calidad de vida es en realidad una declaración de principios que postula implícitamente las ventajas superiores de los modos occidentales de vida, y que, al quererlos trasmitir, impugna los de aquellas culturas. Entonces ¿es legítimo intervenir de ese modo en la vida de esos pueblos en nombre del indigenismo? En nombre del indigenismo, yo creo, no se puede hacer más que dejarlos en paz, y procurar, en todo caso, que la civilización occidental se les mantenga alejada, sin perturbarlos.

Pues el invento ahora son los “afrovenezolanos”. ¿Y estos quiénes son? Los venezolanos negros, simplemente. Alejo Carpentier, que era discípulo del gran etnólogo cubano, padre de los estudios negristas en Latinoamérica, Fernando Ortiz, decía, con la más aplastante de las lógicas, que un negro de La Habana o de Camagüey era simple y llanamente un criollo, lo mismo que los demás cubanos. Para el caso de Venezuela no puede haber nada más obvio. Los venezolanos de piel más oscura, ¿sabrán si sus antepasados procedían de Loango, de Luanda, de M´Banza Kongo o de São Tomé? ¿Sabrán dónde quedan esos sitios? ¿Sabrán en qué siglo los trajeron a América, y quién, y por qué medio? ¿Hablarán alguna de las lenguas –Yoruba, Ewe, Akan, Bubi- del grupo Nigero-kongo-kordofaniano? Entonces ¿qué tienen ellos que ver con África?

Tampoco creo yo que, salvo los cronistas o los que tienen el prurito de la genealogía, sean capaces los más blancos de decir si sus ancestros eran naturales de Extremadura, de Cantabria o del País Vasco. Entre otras cosas porque a lo mejor no es de allí de donde vienen, sino de Madeira, de Budapest, de Beirut o de Potenza. Y estos mismos pueden ser los ascendientes del “afro”, que por eso, a pesar del ébano de sus carnes, se puede llamar perfectamente Felipe Pérez, Stevenson Salazar, Rodrigo Chaurán o Félix Bevilacqua. Porque los desleimientos del café en Venezuela tampoco permiten encontrar un negro puro: son, casi todos, mestizos, igual que el resto de la población.

Se me dirá que la afrovenezolanía a la que se refieren los antropólogos no es tanto ésa, sino la de algunos pueblos costeros (Barlovento, Curiepe, Birongo), en donde permanecen mejor conservadas ciertas tradiciones: los ritos animistas, los bailes de tambores. También hay pueblos venezolanos en donde se conserva el entierro de la sardina, el sebucán, las peleas de gallos y otras tradiciones que no nos han llegado de África. ¿Hay que reivindicar, entonces, la participación social y política, no a cuenta de pobres o marginados, sino de galleros o de cantadores de malagueñas? Por lo demás, yo invito a cualquiera a que vaya a una boda en el Club Ítalo-Venezolano de Caracas para que vea a nuestros ítalo-descendientes, y a los que no lo son, en la happy hour, bailando al son de unos frenéticos tambores de Naiguatá. Y en cuanto a los cultos africanistas, en Venezuela importa muy poco la raza cuando se trata de montarle un trabajo al marido para que deje a la amante o de allanar un obstáculo para que se dé un negocio.

No caeré, sin embargo, en la ingenuidad de decir que en Venezuela el “crisol de razas” ha conjurado el lastre del racismo. Por el contrario, viviendo en España me he dado cuenta de cuánto más democrática es, al menos en esos aspectos, la sociedad española: no sólo en lo relativo a los rasgos y al color de la piel, sino, sobre todo, a la posición social. Lo digo porque detrás de todo racismo, y del venezolano en particular, no suele haber sino una aprehensión clasista: en Venezuela no hay desconfianza del negro que ha llegado a ministro, a obispo o a rector de la universidad, sino del que se nos cruza por la noche en una calle oscura. La pobreza aquí no es un fatalismo para los negros, pero sí un índice estadístico que nos ha quedado como herencia de la colonia y de una fallida integración republicana. Por otra parte, ya se sabe que, después del dinero –habido por el medio que sea- nada se admira tanto en Venezuela como la belleza física, y sobre los negros cae el prejuicio del canon estético europeo. Durante mucho tiempo esto se criticó aludiendo a las rubias platinadas que nos representaban en los concursos de belleza; pero más infamante me parece a mí la representación que les han dado a las negras recientemente, obligándolas primero a operarse la nariz, a plancharse el pelo y hasta a ponerse lentillas azules o verdes. Con azúcar ha quedado peor, porque se da a entender que son negras bonitas, precisamente, porque no parecen negras.

Pero de lo que se trata, en la invitación-manifiesto del Encuentro Afrovenezolano, es, una vez más, de la táctica chavista de sembrar el odio social. Y uno se da cuenta, viendo estos ejemplos, de que otra de las falsas apariencias de este régimen es el nacionalismo. Todo nacionalismo es una ficción; un constructo cultural forjado para un propósito político. Los venezolanos teníamos, mejor o peor, el nuestro, armado a lo largo de doscientos años. Con toda la subversión de valores y de símbolos parecería que Chávez ha pretendido cambiarlo, pero ello no es del todo cierto: a Chávez no le interesa construir, en realidad, ninguna nación propia; lo que le interesa es su régimen, su partido, su revolución. La diferencia la ha señalado muy claramente Benedict Anderson en sus ya clásicas Comunidades Imaginadas, al decir que “en una época en que es tan común que los intelectuales progresistas, cosmopolitas, insistan en el carácter casi patológico del nacionalismo, su fundamento en el temor y el odio a los otros, y sus afinidades con el racismo, convendrá recordar que las naciones inspiran amor, y a menudo un amor profundamente abnegado.” A Chávez no le conviene que los venezolanos sientan amor por otra cosa que no sea su revolución. La comunidad no debe imaginarse en la nación, sino en la militancia chavista. Por eso este proceso de conscripción entre unos grupos cuyo interés se quiere reconvertir del folclore o de la investigación histórica a lo político.


Pero aquellos que se quieran dejar tentar por el halago de la diferencia (“la idolatría de la diversidad”, como la ha llamado Fernando Savater), deberían prevenirse contra lo que ella viene, en términos prácticos, a significar siempre: el cercado de un gueto. El problema de Venezuela es la pobreza, no el color de la piel ni el gusto por el son del mina y el culepuya: en eso no se diferencian nada los venezolanos que descienden de africanos que los que descienden de checos, de sefardíes o de sirios. El gobierno de Chávez, tan graznadoramente antiimperialista, copia con esta terminología de lo “afro” uno de los rasgos más chocantes y de las rémoras más lamentables de la cultura norteamericana, donde el color de la piel está significando para Barak Obama un reto que, en lo absoluto, significó para Chávez a la hora de acceder al poder. Pero siquiera a Obama le podrán endilgar lo de afro-norteamericano porque tiene la abuela en Kenia; las de nuestros negros de Birongo no creo yo que estén, en bastantes generaciones hacia atrás, más que en Birongo.

Los antropólogos que de buena fe (quiere decir sin interés político) se presten a apoyar este tipo de enfoques, deberían detenerse a pensar la manera en que su ciencia puede servir mejor a la dignidad humana, que después de todo es de lo que se trata. Hace un par de años asistí a un congreso de antropología iberoamericana que se celebró en la Universidad de Salamanca. Estaba dedicado al “conocimiento local”, esto es, a la ciencia según la cual una persona puede saber que el anís estrellado es bueno para los gases. Una profesora de una universidad mexicana superó con mucho el tiempo de su ponencia dando cuenta de un trabajo de campo en el que había participado, y en el que “demostraba” que el conocimiento despectivamente llamado empírico por las mentes occidentales, puede compararse sin rubor ninguno con el que mientan, en gavilla de hombres blancos, científico. Para prueba de esto se refirió al arte de unos campesinos indígenas de Chiapas en la elaboración de vasijas de barro; y describió muy por menudo toda la serie de pasos que hay que seguir para hacer una vasija de aquéllas, y que implica un dominio de sus técnicas y materiales no menor que el que utiliza un ingeniero nuclear para construir un reactor radioactivo. Quería probar, la buena señora, con aquella conclusión, que el indígena también era capaz de pensar, de establecer un método, de elegir y de crear. Y ante el aplauso que le tributaron por tan brillante aserto, pensaba yo: ¿es que acaso alguien lo dudaba -digo, si se estaba de acuerdo en que hablábamos de seres humanos? Porque si los que hacían las vasijas con tanta gala de atención y efectividad hubiesen sido lémures u orangutanes, el descubrimiento habría estado claro; pero…¿no era lógico que, siendo hombres, y por tanto racionales, fueran aquellos campesinos capaces de una acción que después de todo se conocía ya en el neolítico? Exaltar en ellos este conocimiento hasta el punto descabellado de igualarlo al conocimiento científico, ¿no era, más bien, un desprecio de su humanidad? ¿No sobraba reconocer en ellos un mínimo sin el cual quedaba claro que se los reducía a la animalidad pura? La antropología, entonces, debería cuestionarse la imagen del hombre que crea y la forma de ayudarlo sin arrogantes indulgencias que, por lo demás, nadie le ha pedido.

miércoles, 2 de julio de 2008

El argumento de la dependencia, cuarenta años más tarde



La utilización política del concepto de dependencia por el antiamericanismo latinoamericano más reciente plantea una revisión conceptual cuando están a punto de cumplirse cuarenta años de la publicación, en la editorial Siglo XXI, del libro Dependencia y desarrollo en América Latina. Ensayo de interpretación sociológica, firmado por Enzo Faletto y Fernando Henrique Cardoso, ambos por entonces economistas de la CEPAL. Con ánimo de conmemoración han aparecido en España, recientemente, dos textos significativos: en primer lugar, una antología del Ministerio del Exterior y de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo (AECID), que, bajo el título Teoría de la Dependencia, incluye desde luego a los autores citados; algo más tarde, un artículo del propio Cardoso en la revista Pensamiento Iberoamericano: “¿Nuevos Caminos? (Reflexiones sobre algunos desafíos de la globalización)”. El prólogo del texto de la AECID, a cargo de Juan Maestre Alfonso, termina con una justificación que es a la vez desiderátum, y que postula como “justa y necesaria”, ya que “no se han resuelto los problemas”, una “neorehabilitación actualizada (sic) de la Teoría de la Dependencia”.

El artículo de Fernando Henrique, sin embargo, se revela mucho menos nostálgico: “Después de la caída del muro de Berlín, simbolizando el fin de la bipolaridad entre la Unión Soviética y los Estados Unidos (o el “mundo libre”, como pretenciosamente se calificaba el bloque occidental), y después de los avances tecnológicos, con predominio de la high tech y de la revolución de los medios de comunicación y de transporte, el mundo es otro. Ni mejor ni peor, pero diferente”. Desde luego, para un autor que fue, primero, uno de los constructores del marco teórico latinoamericano sobre el que se fundamentaron los ideales de desarrollo hacia adentro, y, posteriormente, el artífice de las políticas de apertura y de privatización de su país, la consideración de la realidad -y en consecuencia de las estrategias aplicadas a ella- como un contexto dinámico se convierte en toda una clave hermenéutica. Si bien es cierto que “los problemas no se han resuelto” y que, por lo tanto, la reflexión sobre la circunstancia continental es más que nunca legítima y urgente, el nuevo paradigma del mundo globalizado la enmarca forzosamente en un escenario del que no se puede sustraer. Y la prueba, para el expresidente brasileño, de la forma en que, con todas las reivindicaciones del discurso nacionalista, la Weltanschauung de nuestro tiempo no puede sino contar con la dimensión mundial de los intercambios económicos, no es otra que la línea seguida por el gobierno de su más cercano adversario político, Luiz Ignacio Lula da Silva.

A pesar de la originalidad latinoamericana y tercermundista que reivindicaban los teóricos del dependentismo, la genealogía de sus influencias es señalada por Celso Furtado en la Introducción a su libro Desarrollo y subdesarrollo, escrito en 1961: “El marxismo fomentó una actitud crítica y de desacuerdo; la economía clásica sirvió para imponer una disciplina metodológica, sin la cual se produce la desviación hacia el dogmatismo, y la eclosión keynesiana favoreció la mejor comprensión del papel del Estado en el plano económico, abriendo nuevas perspectivas al proceso de reforma social”.

Por lo que toca a la noción centro/periferia sobre la que Faletto y Cardoso, tras las huellas de Prebisch, estructuraron su análisis, se abordaba, como el propio Fernando Henrique lo señala en el artículo conmemorativo, desde un punto de vista genético o histórico:

"Incluso teniendo en cuenta la absorción de las nuevas tecnologías por parte de los sectores exportadores, éstas no se difundían por el conjunto de la economía, y ni siquiera para todo el sector agrícola. Se creaba, de esta forma, una diferencia básica con los países centrales. En éstos, las ganancias de la productividad de un sector se extendían rápidamente por toda la economía. Aunque las economías subdesarrolladas fuesen diversificadas, se volvían homogéneas desde el punto de vista de la absorción del progreso tecnológico. Ya en los países periféricos las eventuales ganancias de la productividad se concentraban en las áreas exportadoras, formándose economías especializadas y heterogéneas. Esa situación diferencial se constituyó a partir de la expansión del capitalismo comercial, que ligó a los países subdesarrollados de la periferia a través del mercado internacional a los países de desarrollo originario, que se encontraban en estado económico y tecnológico más avanzado."

De esta cita habría que destacar varios puntos. En primer lugar que, en efecto, y como el mismo Cardoso ha sostenido en otro artículo, “el desarrollo que sobreviene es capitalista, y no se puede desligar del proceso de expansión del sistema capitalista internacional y de las condiciones políticas en que éste opera”. Ahora bien, el trabajo de rastrear la constitución de estos fenómenos “sólo tiene sentido cuando está referido a la historia”; y únicamente esta visión diacrónica puede conjurar el “simplismo de la versión vulgar de la teoría del imperialismo, siempre pronta a ver una mera imposición política de los países centrales en los países de la periferia”. La comprensión ideológica de la tesis, entonces, es una vulgarización de corte populista, aunque Cardoso distingue, ciertamente, entre grados de populismo:

"Se vive una situación diferente de los anteriores procesos de tipo varguista, peronista, o cualquiera que sea el nombre que hayan tenido. Aquellos apelaban directamente a las masas, las incorporaban parcialmente en la sociedad, despreciaban la democracia representativa, redistribuían recursos, pero no alentaban propósitos de mudanzas de orden económico-social prevaleciente. El antiamericanismo fue fuerte con Perón, pero no fue característica de Vargas. Y ambos jamás dejaron entrever una actitud anti-mercado, siendo que el estatismo, especialmente del período democrático de Vargas, era más pragmático que ideológico (…)."

La conformación de las relaciones centro-periferia no aparece en la perspectiva de Cardoso como un fatalismo: “En cualquier caso no existía una inevitabilidad de una forma específica de dependencia, pues ésta no provino de mera imposición externa, sino de la combinación de factores externos e internos y de las alianzas entre ellos”.

Efectivamente, Cardoso se había referido ya en 1970 a esta “ventaja” del enfoque dependentista, que es capaz de desplazar “la explicación simplista de un condicionante externo sobre el interno” hacia una idea “más integrada de la relación”. Señala que, en propiedad, “no existe la distinción metafísica entre los condicionantes internos y los externos”, por lo que resulta imperioso remitir el análisis al nivel concreto, “aquel penetrado por las mediaciones políticas y sociales, de la pugna de intereses por medio de la cual se va imponiendo el capitalismo o al que se van oponiendo fuerzas sociales creadas por el mismo”.

Con lo dicho anteriormente, se comprende que Cardoso precise que, en realidad, no existe una teoría de la dependencia, sino que ésta última viene, más bien, a ser “la expresión política en la periferia del modo de producción capitalista cuando éste es llevado a la expansión internacional”.

Se colige de aquí que, como apunta Eduardo Devés Valdés, las variables acuñadas por el dependentismo “aluden a la idea de un sistema económico mundial”, quedando claro que “sin duda, la escuela dependentista vio el problema del desarrollo latinoamericano enfatizando la presencia de múltiples conexiones que trascendían con mucho lo nacional”.

Ahora bien: entendido esto, y sentado el presupuesto de que no es propiamente la dimensión internacional del capitalismo la que, per se, produce la dependencia –ni la que invalidaba, por otra parte, el modelo de la industrialización hacia adentro- , Cardoso advierte (a comienzos de los 70, cuando escribía el artículo citado) un cambio de paradigma mundial que tiene que ver con esa “internacionalización bien distinta” a la que se ha referido antes:

"El proceso actual de división internacional del trabajo, impulsado por el capitalismo monopólico y por la reorganización de las empresas llamadas multinacionales que pasan a operar como “conglomerados” en los que se incorporan distintas ramas de la producción, abre posibilidades a la industrialización de áreas periféricas del capitalismo. […] Este proceso no había sido previsto por las teorías del imperialismo y de la acumulación capitalista."

Cardoso destaca la complejidad del nuevo panorama, que reaviva un “problema no resuelto en la teoría del capitalismo”, esto es, el del “carácter contradictorio de la acumulación”, en vista de que se produce un fenómeno paralelo de “endeudamiento externo creciente” y a la vez “la ampliación de la capitalización en las economías dependientes”. Reconoce, desde luego, la aparición de un asunto polémico: una “nueva forma de dependencia” que se fundamenta en “la explotación de la plusvalía relativa y en el aumento de la productividad”. Argumentando contra André Gunder Frank y contra Ruy Mauro Marini, la tesis de Cardoso es que ese “nuevo carácter de la dependencia”, sin embargo, “no choca con el desarrollo económico de las economías dependientes”. Este fenómeno paralelo de dependencia y desarrollo capitalista supone una revisión de los postulados marxistas que identifican la dinámica del capitalismo con la creación de desigualdad, y ante los cuales se propone el ejemplo de México y Brasil, afectados de un crecimiento que, según Cardoso, no puede calificarse de no estructural, pues “la composición de las fuerzas productivas, la alocación de los factores de producción, la distribución de la mano de obra, las relaciones de clase, se están modificando en el sentido de responder más adecuadamente a una estructura capitalista de producción”.

Para 1990, el análisis de Cardoso sobre esta conversión de las estructuras de la producción al nuevo orden internacional, implicaba también un redimensionamiento del Estado. En una entrevista concedida ese año a Pensamiento Iberoamericano afirmó: “Creo que hay que sacar al Estado de ser paraguas de actividades de baja productividad y dejarlas a la libre competencia. Pero la falacia liberal es creer que en ello está toda la solución. En Brasil, el 70 por ciento de la renta va a los capitales y el 30 por ciento a los trabajadores, lo inverso de lo que ocurre en EEUU. Tenemos que reforzar y modernizar el Estado en las áreas de bienestar social, educación, salud, y al mismo tiempo desvincularlo del sector productivo”.

En efecto, el mandato de Cardoso, después de los éxitos del Plano Real, coincidió con la ola privatizadora que, bajo las directrices del llamado Consenso de Washington, caracterizaron la década de los 90: en 2001 el Estado brasilero había vendido 119 empresas (frente a las 31 que se encontraban privatizadas en 1994), con algunas operaciones tan importantes como las que afectaron a la mina Vale do Rio Doce o a la telefónica Telebrás. Echando la vista atrás, en el artículo referido al comienzo de este aparte, acota Cardoso que las privatizaciones surgieron como respuesta a la crisis de la deuda, “menos por una decisión ideológica de inspiración neoliberal y más para ayudar en el ajuste de las cuentas públicas y para dar a las grandes empresas, antes estatales, mayor movilidad en el mercado, así como para construir infraestructura moderna necesaria para el desarrollo económico” Más allá de la razón práctica del gobernante, sin embargo, el economista justifica la brusquedad en el cambio de modelo arguyendo que, cuando Faletto y él formularon sus primeras observaciones teóricas, mantuvieron “la preocupación por los grados de la autonomía nacional y, por tanto, por el papel que el Estado jugaría en las decisiones del desarrollo. No se vislumbraba todavía la relativa autonomía de las empresas multinacionales delante de los Estados, incluso en los países centrales, ni se imaginaba una situación en que las grandes organizaciones creadas para estabilizar el orden económico y ofrecer mejores oportunidades de crecimiento a los países subdesarrollados, como el FMI o el Banco Mundial, pareciesen frágiles para cumplir su misión. Hoy se muestran insuficientes para controlar el dinamismo de la economía global y de las empresas multinacionales y equilibrar el crecimiento de las economías emergentes”.

La evaluación que hace Cardoso de la suerte que corrieron en América Latina los ajustes de los años 90, tiene en cuenta, en primer término (y “simplificando bastante”, como dice), las desiguales condiciones en que los distintos países se encontraban para insertarse en el contexto del mercado mundial. Tenía que ver esto, sobre todo, con el grado de diversificación con que contase cada una de las economías nacionales; de suerte que aquellos cuyas estructuras se hallaban más cercanas a las “antiguas economías de enclave” se vieron en desventaja frente a los que habían venido ampliando y terciarizando su mercado de bienes y servicios.

No deja de ser significativo, sin embargo, que los países mencionados por Cardoso en el apartado de menos competitivos sean, justamente, Ecuador, Bolivia y Venezuela, esto es, los que también reprueban en la asignatura de que se ocupa a continuación, y que no es otra que la profundización democrática y el funcionamiento de las instituciones.

Antes se ha mostrado cómo la noción de dependencia formulada por Fernando Henrique no se establecía en términos maniqueos, sino que tomaba en cuenta, y de manera central, el propio orden interno de los países y el juego de intereses y complicidades entre todos los actores sociales. La superación de las trabas al desarrollo que suponen estos factores pasa, claramente, por el fortalecimiento de la sociedad civil, que, según explica, en los países dependientes no logró establecer paradigmas con el poder análogos a los anglo-sajones (y nótese aquí que no se refiere en propiedad a los centrales, de modo que la diferencia parece contener, también, un componente cultural). Para el estudio, entonces, de la forma en que estas redes de poder afectan el desempeño económico propone un enfoque en tres niveles vinculados entre sí: “1º) Las relaciones entre clase, Estado y partidos; 2º) las condiciones, efectos y bases del proceso de “movilización nacional”; 3º) Las contradicciones y tensiones, dentro y fuera del Estado, entre el interés imperialista y el ‘interés nacional’ ”.

En relación con el contenido del nivel número 2, el Cardoso más reciente integra los procesos vinculados a la izquierda revolucionaria en el mismo contexto de “movilización nacional”, reconociéndolos, en parte, como producto de la inclusión que la conquista de libertades políticas fue permitiendo a “actores sociales antes marginalizados”. Caracterizando sus particularidades, describe el diverso itinerario que experimentaron aquellas tendencias, desde el régimen de Allende hasta los distintos puntales del foquismo guerrillero, sin dejar de notar la supervivencia de un discurso que se propone alimentar “el sueño de ‘otra sociedad’ ”, y que abarca el fenómeno zapatista mexicano o el Movimiento de los Sin Tierra, en Brasil, advirtiendo sin embargo que “la situación general del país está tan alejada de la retórica revolucionaria, que se torna difícil asumirla públicamente”.

Lo que resulta desconcertante para la apreciación de Cardoso es en cambio el surgimiento del llamado “neopopulismo”, aplicado este término a gobiernos como los de Venezuela, Bolivia “y hasta la misma Argentina (dado el carisma del Jefe y el distributivismo de las políticas sociales presentes en esos países)”. Según advierte el economista, estos regímenes se han alimentado de un discurso que reacciona frente a las políticas de ajuste, “a las cuales atribuyen todos los males del presente”, de modo que se sustentan en un “discurso regresivo”, escéptico de los mercados y partidario de la “vuelta al estatismo”. Lo preocupante, dice Cardoso, es que más allá de esta “retórica negativista”, que impugna la preponderancia norteamericana y la globalización, no se señala “el camino utópico que garantizará un futuro de mayor igualdad y bonanza económica”. Con lo cual parte de uno de sus padres la misma crítica que durante mucho tiempo ha sufrido la Teoría de la Dependencia, y que responde, en realidad, a esa mera denuncia antiimperialista a la que se la ha querido reducir, convirtiéndola –y es de esto de lo que se la acusa- en una teoría del subdesarrollo en vez de serlo del desarrollo.

El caso es que, para algunos países, el reverso en positivo del enfoque no sólo consiste en el abandono del sentido peyorativo con que se ha utilizado el término dependencia, sino en asignarle, incluso, un contenido deseable en cuanto forma de inserción en el mercado global. Así, por ejemplo, en una entrevista concedida en septiembre de 2005 al diario La Nación, el historiador de la economía Pablo Gerchunoff postulaba que “la Argentina empieza a vislumbrar la posibilidad de un patrón productivo nuevo, a partir de un cambio en el comercio mundial”. En cierta forma, sin embargo, ese patrón productivo nuevo consiste en volver a encontrar –aunque en un escenario distinto- lo que Gerchunoff califica de “engarce feliz” en la demanda internacional, expresión que aparece allí referida no al mercado actual, sino a la Inglaterra de la que Argentina dependió entre 1880 y 1930. La reflexión del entrevistado, que parte de la pregunta “¿Acaso hay alguien que esté ocupando el lugar que ocupaba Inglaterra entre 1880 y 1930?”, responde “que sí, que puede ser que los países asiáticos, y en particular China, sean las nuevas potencias industriales emergentes y que estén a la caza de materias primas, alimentarias y no alimentarias. Si es así, se trata del segmento del capitalismo mundial más dinámico de la Tierra, y quiere decir que hay un nuevo engarce posible”.

Creo que, en última instancia, todo puede resumirse en los claros términos en que lo hace Allan Greenspan en su reciente Era de las turbulencias:

"El nuevo mundo en el que vivimos en el día de hoy está dando a muchos ciudadanos mucho que temer, incluido el desarraigo de numerosas fuentes de identidad y seguridad anteriormente estables. Donde más rápido es el cambio, las crecientes disparidades en la distribución de la renta suponen una preocupación clave; se trata en verdad de una era de turbulencias, y sería imprudente e inmoral minimizar el coste humano de sus trastornos. A la luz de la creciente integración de la economía global, los ciudadanos del mundo afrontan una trascendente elección: abrazar los beneficios a escala mundial de los mercados y las sociedades abiertos que sacan a la gente de la pobreza y la hacen ascender por la escalera de las habilidades hasta una vida mejor y más plena, sin perder de vista las cuestiones fundamentales de la justicia; o rechazar la oportunidad y abrazar el regionalismo, el tribalismo, el populismo y en verdad todos los ismos a los que se acogen las comunidades cuando sus identidades se hallan bajo asedio y no pueden percibir una opción mejor."

Los emperadores desnudos de Juan José Sebreli



Uno de los consejos que el demonio veterano de las Cartas del diablo a su sobrino (The Screwtape letters) de C. S. Lewis da al diablillo más joven para confundir al humano cuya alma se le ha encomendado perder, advierte sobre el peligro de dejarlo pensar por su cuenta: «Tu hombre –dice el tentador viejo- se ha acostumbrado desde que era un niño a una docena de filosofías incompatibles bailando todas a la vez dentro de su cabeza. No piensa las doctrinas como “verdaderas” o “falsas”, sino como “académicas” o “empíricas”, “agotadas” o “vigentes”, “conservadoras” o “progresistas”. La jerga, no los argumentos, son tu mejor aliado…»

Desde luego, el pequeño demonio hubiera tenido las cosas más difíciles si su víctima hubiera sido Juan José Sebreli, cuyo libro El olvido de la razón fue reconocido en 2007 por el suplemento cultural de El Mundo como el mejor texto de no ficción publicado ese año en España. Converso de todos los credos que luego se ha dedicado a desmitificar, el autor argentino hace ahora su crítica del irracionalismo moderno desde el punto de vista de la filosofía, paseándose por lo más significativo del pensamiento del siglo XX. Pero no se trata, sin embargo, de una indulgente historia de la inconsecuencia intelectual sin más: igual que para el diablo de Lewis, aquí el divorcio entre la verdad y las ideas es un asunto que tiene que ver con el control de las almas; como en toda la obra de Sebreli es la lectura política la que articula su exposición, y probablemente será esto lo que más le critiquen sus detractores, que no son pocos: lo acusarán de hacer no una historia de las ideas, sino de las ideologías; no del pensamiento de tal o cual filósofo, sino de la utilización interesada que de él se ha hecho. Pero uno podría preguntarse dónde viven en nuestro tiempo las ideas puras: de un lado, la ciencia ha sustraído a la reflexión todo lo que puede comprobar sin su ayuda; del otro, la metafísica y la religión se han relegado al ámbito de lo personal, excluidas ambas de la discusión objetiva. Y si el pensamiento moderno no tiene como objeto ni las verdades concretas ni la Verdad última, ¿no cae sobre él la sospecha de que, más que nunca, puede ser un instrumento al servicio del poder?

No es sólo la sinrazón (al modo, por ejemplo, de lo que han hecho en dos tomos para la editorial Síntesis Alicia Villar y Manuel Suances) lo que ocupa el trabajo de Sebreli, sino verdaderamente, como en la famosa frase del Quijote, la razón –o las razones- de aquélla; el irracionalismo razonado, podríamos decir, cuyo absurdo reside no tanto en lo que propone, sino en proponerlo como argumento consistente a la luz de un juicio recto. El poder evidente de las conquistas que ha hecho la racionalidad humana hace a veces imposible cuestionarlas; pero siempre cabe la posibilidad de difuminar sus contornos, de extender el prestigio de su nombre hasta otras cosas que ni remotamente se les parecen, pero que se proclaman iguales, sin vergüenza de la usurpación. Así por ejemplo tiene razón Giovanni Sartori cuando dice que el principal problema de la democracia es que todas las formas de gobierno quieren hacerse pasar por ella: Kim Jong-il, Mugabe o Fidel Castro se tienen sin duda por demócratas a carta cabal. Y todas las utopías que proponen la vuelta a un pasado mítico lo hacen en nombre del futuro, pretendiéndose ultra-modernas cuando en realidad son fervientemente retrógadas y enemigas de la modernidad. De modo que la primera obligación que este tiempo impone a los hombres deseosos de defender sus libertades y de luchar contra el autoritarismo es la de procurar, como ha dicho Václav Havel, “vivir en verdad”.

Sebreli comenzó a cantar la palinodia de sus convicciones políticas en Tercer mundo, mito burgués (1974), donde denunciaba todo lo que había por detrás de los argumentos del imperialismo y de la dependencia; una auténtica transformación para un admirador de Tran-duc-Thao, que había caído en la cuenta de la desgracia que para su Argentina natal había representado, precisamente, el dejar de depender de Inglaterra, perdiendo el puesto privilegiado en la economía internacional que había hecho sus años de oro. En Los deseos imaginarios del peronismo (1983) y en su enciclopédica Crítica de las ideas políticas argentinas (2003) Sebreli no pudo dejar de enfrentar, a la jeremíaca constatación del deterioro bajo el signo del populismo, la ucronía de los trenes perdidos con el naufragio de los proyectos liberales: la derrota de Lisandro de la Torre frente a Yrigoyen, el fracaso del plan económico de Federico Pinedo, el golpe del 43 y el ascenso de Perón.

El cosmopolitismo argentinocéntrico de Sebreli recuerda mucho al de Borges: su aproximación a todos los temas de la identidad nacional –el tango, el fútbol, el gaucho- es en realidad, como la metáfora del cambalache, un esfuerzo por entender la cultura en su estado actual. Y esto, de nuevo, no es pura curiosidad costumbrista; en su caso responde a la necesidad de arrojar algo de luz sobre aquella tremenda confusión de valores. También éste es el tema de Las aventuras de la vanguardia (2000), cuyo subtítulo es significativo: El arte moderno contra la modernidad. Sobre la huella de las “aporías” advertidas por Hans Magnus Enzensberger, Sebreli insiste en su impugnación del miedo reaccionario al progreso y la catarsis irracionalista que, pretendiendo reedificar el mundo sobre las ruinas de lo existente, quisiera, en realidad, detenerlo o invertir el curso del tiempo. No desentonan estas observaciones, pongo por caso, con las que ha hecho Nikolaus Harnoncourt en su estudio de La música como discurso sonoro sobre ese mismo asunto del equívoco vector temporal de las vanguardias: “La música de hoy no basta ni al músico ni al público, incluso la mayor parte de éste la rechaza directamente, y para llenar el vacío generado de esta manera se recurre a la música histórica. En los últimos tiempos ya nos hemos acostumbrado tácitamente a entender bajo el concepto de música sobre todo la música histórica; a la música contemporánea se la admite, como mucho, de paso. En la historia de la música, esta situación es del todo nueva. Un pequeño ejemplo puede servir de ilustración: si hoy en día se retirase la música histórica de las salas de conciertos y sólo se ejecutaran obras modernas, pronto quedarían desiertas; exactamente lo mismo, a la inversa, habría pasado en tiempos de Mozart si se hubiese privado al público de la música contemporánea y sólo se hubiese ofrecido música antigua”.

En El olvido de la razón Sebreli no pierde de vista la influencia de todas las corrientes que reseña –desde el romanticismo en el que, según parece, seguimos viviendo, hasta los postestructuralistas- sobre el pensamiento latinoamericano. Cosa triste ésa de que nuestro intento de desarrollar una reflexión filosófica seria haya tenido modelos como la esotérica teoría de la historia de Spengler o el críptico galimatías de Heidegger (cuyos neologismos y “palabras trencito” son tan evidentes, por ejemplo, en un Mayz Vallenilla). Verdad es que a veces Sebreli tiende a simplificaciones exageradas; a reducciones demasiado prosaicas de conceptos que no son tan elementales como pretende hacer ver. De todos modos, y aunque la hubiera modulado mejor, su voz hubiera molestado, como molesta desde hace ya varias décadas, diciendo sin empacho que el emperador está desnudo.

domingo, 1 de junio de 2008

Achtung, Venezuela! La cultura venezolana y un discurso de Thomas Mann



Aparece en El Universal del 28 de mayo que la Gaceta Oficial de Venezuela anuncia la conversión de veintidós instituciones culturales, ya declaradamente, al ideario del régimen, pues se reconocen obligadas, para el cumplimiento de sus objetivos, a implementar “medidas que garanticen la participación protagónica y la corresponsabilidad activa del pueblo en la formulación, ejecución y control de su gestión, orientada a la construcción de una sociedad socialista”; y se dispone, para el caso particular del teatro Teresa Carreño, que «los programas artísticos y culturales que allí se ofrezcan deben seguir "valores de soberanía e igualdad orientada [sic] a la construcción de una sociedad socialista"».

Tal anuncio no es sino la esquela que proclama una defunción desde hace mucho tiempo advertida. Quizá se dé por supuesto que sus dolientes son los habitués de teatros, museos y librerías; otro sector de la sociedad venezolana que se ve (como los trabajadores despedidos de la industria petrolera, o los antiguos políticos derrocados de sus curules) despojado de un espacio. Pero, en realidad, el secuestro de la cultura supone para el país un trágico triunfo de la víscera, de la canalla, de la bestialidad que ha encontrado entre nosotros puerto libre.

Un signo en la historia de Venezuela ha hecho coincidir las grandes sacudidas políticas con períodos de cierto florecimiento social que, naturalmente, sucumbieron al tumulto. Esto fue muy visible a la hora de la independencia, cuyas sangrientas luchas sepultaron los progresos que en pintura, en música, en literatura, se habían conseguido en los últimos años de la colonia. No nos quedó, como a otras regiones del continente, el sustrato de un orden virreinal; la integración a la sociedad de las clases antes sometidas se logró, primero, en el caos de la guerra, mediante el desbordamiento eruptivo de los odios y los miedos (como quiso hacer ver, por ejemplo, la ficción de Las lanzas coloradas); y luego, tras un lapso que al amparo de la férrea mano de Páez pareció tender al desarrollo de una tímida clase media republicana, el gobierno de Monagas y los regímenes liberales convirtieron a las masas menesterosas en la base social y electoral de demagogos que protagonizaron la recurrente montonera que al fin vino a aquietarse con el señorío feudal de Juan Vicente Gómez. Muerto éste, el sueño de una transición racional a la democracia (entendida no sólo como sufragio, sino como forma de vida) naufragó a la caída de Medina Angarita; y el boom petrolero, que signó la modernización económica, se desplegó entre una dictadura militar y, al ser ésta derrocada, un sistema de libertades políticas borracho de populismo, que a pesar de los momentos de bonanza (y de logros no poco apreciables en la construcción de una sociedad avanzada) no supo orientar al país por la vía del desarrollo. Disueltas, pues, las esperanzas que en él se cifraban, y llegados al estado en el que estamos, cabría preguntarse si nuestro destino es el de ir de la barbarie a la decadencia sin haber pasado por la civilización.

En todas partes la llamada “cultura de masas”, propia de la posmodernidad, ha desacralizado las que antes se consideraban manifestaciones de la “alta cultura”, y ha sacado de sus templos a la ópera, al ballet, a la poesía, a las artes plásticas, para que todo el mundo las pueda contemplar. Es un efecto democratizador de la sociedad de consumo que algunos consideran más bien una vulgarización; sin embargo, esta apertura a la masa espectadora no conculca el valor singular de la obra artística, y la relación que se establece entre ésta y aquélla resulta, al final, autodiscriminante: la significación plena de la obra sólo será comprendida por quien disponga de medios para apreciarla, y el resto se contentará, quizá, con disfrutarla bajo la especie de mero convencionalismo o como objeto decorativo (kitsch, en una palabra). Pero lo cierto es que, bien como cifra del genio humano, bien como cachivache del esteticismo ingenuo, la obra (y el arte como actividad y como presencia en la vida social) ejerce, siquiera, un poder de atracción capaz de revelarle a la gente ideales de orden, de armonía, de belleza, de construcción de la historia.

Sin esa atracción, las vidas en las que las condiciones materiales de subsistencia achatan el espíritu van por el contrario dejándose, cada vez más, ganar por el peso de lo puramente animal; del sentimiento sin desbastar, de la inteligencia que no encuentra nada sobre lo que aplicarse. Y esta animalidad, que en un individuo es ensimismamiento y gruñido, en una multitud es marabunta y orgía; tanto en el festejo como en el combate.

Pero lo terrible es cuando un régimen no sólo quiere mantener a la gente en ese estado de desafuero animal; sino que, además, lo promueve como un valor y, para ser más exacto, como un valor propio de una nueva ética republicana, la del movimiento, la del proceso, porque resulta que en esa ordinariez sin rubor se funda la dignidad del pueblo. Tal es el mensaje, por ejemplo, cuando Chávez señala, con sagacidad extrema, que el rey de España deja en el baño lo mismo que deja él y que dejan todos; ése es el fundamento de su república: la igualdad del retrete. Y no hay más que ver el rumbo que ha tomado la gestión de la cultura, en manos chavistas, para darse cuenta de que su construcción de la sociedad socialista, en efecto, se basa en una atribución de la ciudadanía a título excrementicio.

Viendo, pues, ahora, a semejante régimen definir el contenido de la cultura, me viene a la cabeza el discurso que Thomas Mann escribió –y luego no pudo leer- en 1935, para un coloquio en el Comité Permanente de las Artes y de las Letras, y que llevaba por título Achtung, Europa!, “¡Alerta, Europa!”. Recordando una queja de Goethe sobre los jóvenes de su tiempo, el autor de La montaña mágica advierte, respecto de las nuevas generaciones entonces intoxicadas por el discurso nazi:

“¡Cultura! Las carcajadas jocosas de una generación entera replican hoy a eso. Y se dirigen, obviamente, contra ese término favorito de la burguesía liberal, como si la cultura propiamente dicha no fuera más que eso: liberalismo y burguesía. Como si no representara el contrario de la brutalidad y de la miseria humanas, y, demás, lo contrario de la pereza, de una miserable flojedad que seguirá siendo miserable y floja por muy robusta que se muestre; en definitiva: ¡como si la cultura como forma, como deseo de libertad y de verdad, como vida vivida a conciencia, como esfuerzo infinito, no constituyera la educación moral en sí misma!”.

Decía mi bisabuelo (que no era Thomas Mann) que el peligro del populacho está sobre todo en que no siente vergüenza de sus malas acciones. El gran novelista reconoce efectivamente lo que puede significar ese impulso bestial hacia el caos si, además, un discurso interesado le da forma de valor estético o ideológico:

«Si estas masas modernas fueran sólo primitivas, no serían sino grupos de bárbaros frescos y alegres; uno podría llegar a algún término con ellas, podría esperar algo de su existencia. Pero, además de primitivas, son otras dos cosas que las vuelven, en una palabra, terribles: son sentimentales y son, de un modo catastrófico, filosóficas. A todo esto el espíritu de las masas, aun siendo escandalosamente moderno, habla la jerga del romanticismo; habla del “pueblo”, de “sangre y tierra”, de toda una serie de cosas viejas y piadosas, al tiempo que echa pestes contra el “espíritu del asfalto”…al que en realidad es idéntico. El resultado es una mescolanza engañosa, que chapotea en un tosco sentimentalismo compuesto de palabrería sobre el alma y de bobadas sobre la masa: una mezcla triunfal. Una mezcla que está caracterizando y determinando nuestro mundo.»

Achtung!, pues, “¡Alerta!”, Venezuela.

Odiar al prójimo como a sí mismo: Europa y su mala conciencia


Todavía tiene la tinta fresca la edición española del libro de Pascal Bruckner, La tyrannie de la pénitence (La tiranía de la penitencia. Ensayo sobre el masoquismo occidental. Ariel, mayo de 2008). Más que la descripción de un problema, lo que pinta allí el autor es todo un arquetipo; uno, por cierto, nada infrecuente, y que en medios “americanistas” de Europa se cuenta por legiones.

Los que vieron en su día, por Antena 3, el debate en el que participó la periodista venezolana Nitu Pérez Osuna a propósito del cierre de Radio Caracas Televisión por el gobierno de Chávez, se harán gráficamente idea de lo que refiere Bruckner. Frente a Pérez Osuna, en aquel programa, y representando al régimen venezolano, figuraban dos profesores universitarios, españoles ambos. Ante lo que era, con transparente evidencia, un acto de censura autoritaria por parte del caudillo de Sabaneta, sus dos apólogos (que para eso estaban, claro) recurrían a todo tipo de razones sobre la actividad conspiradora y magnicida de la televisora, y de cuyas más secretas y siniestras maquinaciones tenían ellos noticia de primera mano. Desde luego, cualquier mente inquieta se habría detenido a preguntarse si no serían más de fiar los datos que aportaba la periodista, que, después de todo, había dormido la noche anterior en la Caracas donde vive y trabaja. Pero los dos catedráticos no estaban por la labor de dejarse desautorizar con semejante argumento, y tenían su respuesta preparada; una respuesta que sirve, sobre todo, para advertir con claridad que la obstinación ideológica actúa como aquella adúltera que, protestando inocencia ante su marido, y contestándole éste que la había visto con sus propios ojos, le replicaba: “¡Pues si realmente me quisieras deberías creerme a mí y no a tus ojos!”.

¿Qué contestaron los chavistas madrileños? Pues que Nitu no había vivido en Venezuela, sino en una parte de Venezuela que era ajena a la realidad del país; en una torre de marfil, en una burbuja vítrea. Que no era, en una palabra, una verdadera venezolana. Así, pues, la popular conductora de programas de radio y televisión quedaba de pronto, aquende el océano, desposeída de sus derechos de nacionalidad. ¿Y por qué condenaban, con toda la inmensa autoridad de su sensibilidad social (uno de ellos contó que había pasado tres meses –figúrense Ustedes- viviendo en la “Venezuela real”. ¿Qué podía decir aquella impostora frente a semejante lección de sacrificio?); por qué condenaban, digo, a Pérez Osuna, al limbo de los apátridas? Para comprenderlo había que ver en la pantalla la estampa de aquella mujer: instruida, bien arreglada, correcta en el uso de la lengua (¡de la misma lengua!), respetuosa de los modales…¡occidental, en suma! Una traidora a lo que, según los profesores –deducía uno- debe ser un venezolano que se precie: miserable, analfabeto, harapiento y a medio civilizar; eso sí: puro como un diamante, incorrupto del contacto perverso de la cultura a la que, en maldita la hora, pertenecían los profesores españoles. Claro que ellos eran occidentales auténticos, los desdichados, y ya bastante hacían tratando de lavar la mala sangre con viajecitos solidarios al Tercer Mundo. Pero ¿cómo se atrevía a pretender aquella venezolana a participar de este selecto club de depredadores históricos, en vez de conformarse con su condición de víctima expoliada? Pues no: si no quería ser una venezolana real, es decir, de pata en el suelo, que tampoco pretendiera sentarse a la mesa de Occidente. ¡Apátrida, sin contemplaciones!

La experiencia de Nitu no me sorprende en lo absoluto, pues también yo la he vivido aquí en Madrid con algunos europeos que se han mostrado tan hostiles conmigo como solidarios con los “venezolanos de verdad” (que son, según aquellos espíritus generosos, los que con el gobierno de Chávez han “comenzado a despertar”). Desde luego, yo no pretendo ser ningún emblema de la venezolanidad ni ejercer monopolio alguno en el juicio y las opiniones sobre el país. Simplemente dejo claro que, aunque mis análisis están llamados a producir, como los de cualquier otra persona, una idea sobre Venezuela, me encuentro a mi vez en la circunstancia de ser yo mismo un producto de la realidad que se designa con aquel nombre. Lo cual es también un modo de dejar claro que Venezuela fue primero que yo, y que todos los que la pensamos ahora; porque las utopías europeas siguen empeñadas en fundar el mundo en América y en ponernos en cero el cuentakilómetros de la historia; pero lo cierto es que ya Venezuela cuenta desde hace bastante con una historia y con un desarrollo de cosas que produjeron eso que se llama una cultura; una cultura compleja y problemática, es verdad; una cultura que, como todas las culturas, ha tenido sus forjamientos, sus autores intelectuales, sus circunstancias políticas y económicas, sus imaginarios interesados, etc. Pero mi abuelo, por ejemplo, que a Dios gracias aún vive, nació en 1912 y puedo asegurar que ya nació en Venezuela, y a lo largo de un siglo la ha visto transformarse y discurrir por caminos mejores o peores, sin que hubiéramos estado "dormidos" o cosa parecida. La historia ha pasado por nosotros y nosotros por ella, aunque el resto del mundo no se hubiera enterado demasiado. Y esa historia tiene unos vínculos con la cultura llamada occidental que, buenos o malos, son ya a estas alturas insoslayables; porque aún se discute en Europa si en América Latina debemos o no debemos ser occidentales, y se rasgan las vestiduras por habernos infectado de aquel pecado original, y se buscan -y nos buscan, sobre todo- las vías de redención. Pero lo cierto es que, por más que periféricos, los latinoamericanos no necesitamos pedirle a Europa autorización ni visto bueno para ser occidentales. Lo somos, aunque moleste, como esos hijos de amante que perturban la tranquilidad del matrimonio legítimo, pero a los que no puede quitárseles ni la sangre de las venas ni el sospechoso parecido que guardan con el disoluto padre. Eso significa, pues, que a quien quiera venir ahora a crearnos ex nihilo, y a decirnos que hasta este momento los venezolanos vivíamos fuera de nuestro destino, o que no hemos debido ser, o que nunca fuimos, yo le reclamaría, además de respeto, un mínimo sentido del ridículo.

También pediría yo, a esas pretensiones de reforma zaratústrica del mundo, respeto por otro motivo (y aunque en realidad fuera clemencia lo que sus apólogos querrían obligar a pedir): y es que, de pronto, cuando los ángeles vengadores del socialismo empuñan sus flamígeras espadas, todos los demás quedamos convertidos, por definición, en las bestias diabólicas de intereses oligárquicos y mezquinos. Pero aquí la ideología no actúa como en el apocalipsis bíblico, que juzgará por aquel libro de culpas individuales in quo totum continetur, sino que el bien y el mal se simplifican y se definen en la adscripción revolucionaria. Como ha dicho Hugo Chávez, en pleno frenesí parusíaco, el que no está conmigo está contra mí; y punto. Por eso se puede matar, saquear o robar impunemente, siempre que se haga bajo el estandarte de la revolución; porque esos no son crímenes; eso es hacer patria, del lado de los justos. Los europeos, con su leyenda negra sobre América en la cabeza, están muy ganados para esta idea de una sociedad que se divide entre buenos y malos. Tienen la cortesía (los intelectuales) de contarse entre los malos por maldición de su naturaleza europea, pero se quitan la mala conciencia dándose golpes de pecho mientras claman contra sí mismos: "¡Explotador! ¡Explotador!", a la vez que reivindican el derecho al desquite a saco por parte de los pobres oprimidos. Claro que todo ello a prudente distancia, desde los despachos de sus universidades, de sus oenegés, de sus plataformas, de sus think-tanks, cobrando sueldos de grandes especialistas y viajando a cuerpo de rey. Son todos muy cívicos: tienen sus parlamentos, su seguridad jurídica, sus instituciones creíbles, sus controles, sus marcos constitucionales, sus izquierdas democráticas. La revolución, en África o en América Latina, que para eso están. Se cumple, una vez más, aquel aserto de que no hay cuña peor que la del mismo palo; porque, como el judeoconverso Torquemada mandando a quemar judíos, hete aquí a estos luchadores de la justicia social cubriendo de maldiciones, desde sus púlpitos académicos, a todos los que en Latinoamérica ambicionan lo mismo que ambicionan ellos: una vivienda, un automóvil, una buena educación para sus hijos, y el acceso a los bienes de consumo que el siglo XXI pone a disposición del hombre. Pues aunque cualquier europeo de a pie se entiende a sí mismo como integrante de una laboriosa clase media, cuyas formas de vivir y de poseer encuentra más o menos razonables, resulta asombrosa la enorme resistencia que muestra para reconocernos a los latinoamericanos el derecho a la misma condición. Se trata, en el fondo, de otra forma cualquiera de discriminación: la imposibilidad total de admitir la normalidad o semejanza del otro. Tiene razón Bruckner cuando habla en su libro de “la vanidad del odio a sí mismo”, señalando a Europa por ejercer un “paternalismo de la mala conciencia: considerarse los reyes de la infamia es tanto como seguir en la cima de la historia. Desde Freud sabemos que el masoquismo sólo es un sadismo a la inversa, una pasión por dominar dirigida contra uno mismo. Europa sigue siendo mesiánica en un tono menor, militante de su propia debilidad, exportadora de humildad y cordura. Su aparente desprecio de si misma a duras penas esconde una extrema fatuidad”. Y esta fatuidad nos perdona la vida siempre que nos ajustemos a la imagen que, según ellos, es la que nos corresponde: la de la comuna, la del campamento guerrillero, la del cenáculo proletario; la del buen salvaje, en suma, que quiere tanto preservarnos en la bondad como en el salvajismo.

Las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, Premio Príncipe de Asturias



Alguien que conozco -y que no suele regalar los halagos- no duda en decir que José Antonio Abreu es el venezolano más importante del siglo XX. Quien sepa de su obra con las orquestas juveniles e infantiles de Venezuela, y, sobre todo, quien haya experimentado en una sala de conciertos la indescriptible magia (perdóneseme el lugar común, pero no encuentro otra expresión más exacta) de verlas y escucharlas, juzgará apenas exagerada aquella afirmación. El reconocimiento a una tarea que merece tantos elogios llega ahora con la concesión del premio Príncipe de Asturias al sistema de orquestas y a su creador.

No tengo, en realidad, noticia cierta de las simpatías que Abreu pueda tener por el régimen de Chávez. Leí, hace unos meses, la encendida carta de Paquito D´Rivera en la que le reprochaba una actitud que no se sabe si es de colaboracionismo o de mera vista gorda respecto de la revolución bolivariana; y otros comentarios por el estilo he escuchado también en bocas de melómanos y gentes de la cultura. Aun el artista más evadido y ajeno a las posturas políticas tendría razones, siquiera por la destrucción del teatro Teresa Carreño y de otros espacios culturales, para adversar a Chávez. Y, por pura convicción, el ejemplo de Toscanini ante el Duce se erige como espejo moral para todos los personajes y circunstancias análogos. Pero también es verdad que un principio fundamental de la legislación es que la conducta heroica no debe ser exigible; y menos aún cuando está de por medio una obra que tantas vidas compromete y que se ha levantado con tanto sacrificio. Toscanini volvió muy anciano a reinaugurar La Scala cuando la imagen más popular de Mussolini era la que lo mostraba colgado por los pies; pero, incluso bajo la promesa de que no hay mal que dure cien años (o que cien años dure, como se dice en España) ¿quién podría esperar el rescate de las obras interrumpidas en un país que, en el célebre Helicoide de Caracas, ha levantado un monumento eterno a la iniciativa para siempre inconclusa?

El Príncipe de Asturias, en cualquier caso, se significa sobre todo por la proyección internacional que da al trabajo de Abreu, desde hace mucho conocido y admirado entre los venezolanos. Al ser tan grande, sin embargo, su valor como empresa social, se corre el riesgo de que queden preteridos otros aspectos relacionados propiamente con su dimensión artística. Por fortuna, figuras como Edicson Ruiz o Gustavo Dudamel tienen la capacidad de hacer que hasta el público más exigente se los tome en serio, y no cabe duda de que su promoción como "productos Abreu" llevará a que el fenómeno se asocie a buen hacer musical y no sólo a meninos de rua (algo que, por cierto, no es tampoco exacto, pues la obra premiada destaca además por su pluralidad social y, en consecuencia, por su capacidad integradora). Es, de hecho, en esa notable calidad de sonido donde radica la diferencia entre la iniciativa de Abreu y otras como la orquesta del Diván de Daniel Barenboim, en cuyas presentaciones se aplaude sobre todo por amor a la paz.
Más chocante resulta el gesto extrañado de que la música clásica suene tan bien cuando la tocan intérpretes venezolanos. Nuestra relación con la gran tradición musical de Occidente es mucho menos ajena de lo que suele pensar todo el mundo: ya a principios del siglo XIX Humboldt se admiró escuchando tocar en Caracas a los músicos del padre Sojo, que había formado su pequeña orquesta (la Escuela de Chacao) con pardos y con blancos pobres, y cuyas composiciones recordaban bastante a Haydn, a Mozart o a Pergolesi. De una saga familiar de músicos completamente criolla salió Teresa Carreño, saludada, en su momento, como la más grande pianista del mundo. Tampoco nos faltó, ya en el siglo XX, nuestra propia vanguardia nacionalista, al estilo de Falla o de Rimski-Korsakov. Un operómano londinense o neoyorkino se alegrará, de seguro, si en una tienda de discos hace el hallazgo de una Manon Lescaut en la que algún micrófono furtivo dejó registrado el espléndido encuentro de Magda Olivero y Richard Tucker; y si se fija en el lugar de la grabación encontrará que es Caracas, en una temporada regular de las que ofrecía su Teatro Municipal hace ya varias décadas. Pero aun en el joropo y en el arpa que se tocan en los llanos susbisten, para un oído atento, los ritmos cortesanos de un Domenico Scarlatti o de un Boccherini. Verdad es que parece muy probable que, sin encontrarse con Abreu, los niños y jóvenes de las orquestas que hoy reciben el Príncipe de Asturias no se hubieran enterado de quiénes fueron esos Beethoven y Mahler que (¡Mahler!) interpretan tan bien. En sus conciertos, por otro lado, han adoptado un "estilo propio" bastante lúdico, "caribeño", a veces vestidos con aquellas amplias chaquetas cuyos colores, para quienes no sepan reconocer en ellos los de la bandera, recordarán más bien los de los guacamayos. Pero este rasgo de exotismo, que no deja de ser en buena medida publicitario, no significa, ni mucho menos, que nuestra relación con la música más compleja de Occidente sea un caso análogo al de aquellos japoneses que hace algunos años crearon una orquesta de salsa, bailándola por pasos medidos y cantando las letras por remedo fonético.

Digo todo esto porque conviene evitar juicios demasiado simples teniendo en cuenta, primero, que el movimiento de Abreu se inscribe en una larga tradición de empresas y fenómenos musicales bastante característicos de nuestro país; y, segundo, que lo que el premio reconoce ahora es un trabajo que hace ya bastantes años lleva adelante el maestro. Creo que recordarlo no era necesario para los venezolanos, pero quizá sí para los que, teniendo un conocimiento muy superficial sobre Venezuela, se hacen eco de la fábula que pretende que el de Chávez es un gobierno "para los pobres". Pues sería un grave error de percepción pensar que lo de las orquestas juveniles e infantiles es cosa de Chávez; incluso si Dudamel declara en España que "Chávez ha apoyado al sistema de orquestas" (lo cual es una forma agradecida de decir que el sistema de orquestas tenía que ser apoyado por el gobierno, por cualquier gobierno, para poder continuar su obra).
La fama de Dudamel es de verdad extraordinaria; cada uno por sus méritos, es ahora mismo, con el caudillo y con Carolina Herrera, el venezolano de mayor figuración mundial. Creo que, llegado a este punto, ya podría disponer de autoridad y autonomía suficiente para criticar lo que quiera sin temor a perder patrocinio; pero, en fin, se ve que el régimen le cae en gracia. Lástima, porque parece claro que ningún gobierno había sido, como éste, tan funesto para la cultura venezolana.