domingo, 1 de junio de 2008

Las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, Premio Príncipe de Asturias



Alguien que conozco -y que no suele regalar los halagos- no duda en decir que José Antonio Abreu es el venezolano más importante del siglo XX. Quien sepa de su obra con las orquestas juveniles e infantiles de Venezuela, y, sobre todo, quien haya experimentado en una sala de conciertos la indescriptible magia (perdóneseme el lugar común, pero no encuentro otra expresión más exacta) de verlas y escucharlas, juzgará apenas exagerada aquella afirmación. El reconocimiento a una tarea que merece tantos elogios llega ahora con la concesión del premio Príncipe de Asturias al sistema de orquestas y a su creador.

No tengo, en realidad, noticia cierta de las simpatías que Abreu pueda tener por el régimen de Chávez. Leí, hace unos meses, la encendida carta de Paquito D´Rivera en la que le reprochaba una actitud que no se sabe si es de colaboracionismo o de mera vista gorda respecto de la revolución bolivariana; y otros comentarios por el estilo he escuchado también en bocas de melómanos y gentes de la cultura. Aun el artista más evadido y ajeno a las posturas políticas tendría razones, siquiera por la destrucción del teatro Teresa Carreño y de otros espacios culturales, para adversar a Chávez. Y, por pura convicción, el ejemplo de Toscanini ante el Duce se erige como espejo moral para todos los personajes y circunstancias análogos. Pero también es verdad que un principio fundamental de la legislación es que la conducta heroica no debe ser exigible; y menos aún cuando está de por medio una obra que tantas vidas compromete y que se ha levantado con tanto sacrificio. Toscanini volvió muy anciano a reinaugurar La Scala cuando la imagen más popular de Mussolini era la que lo mostraba colgado por los pies; pero, incluso bajo la promesa de que no hay mal que dure cien años (o que cien años dure, como se dice en España) ¿quién podría esperar el rescate de las obras interrumpidas en un país que, en el célebre Helicoide de Caracas, ha levantado un monumento eterno a la iniciativa para siempre inconclusa?

El Príncipe de Asturias, en cualquier caso, se significa sobre todo por la proyección internacional que da al trabajo de Abreu, desde hace mucho conocido y admirado entre los venezolanos. Al ser tan grande, sin embargo, su valor como empresa social, se corre el riesgo de que queden preteridos otros aspectos relacionados propiamente con su dimensión artística. Por fortuna, figuras como Edicson Ruiz o Gustavo Dudamel tienen la capacidad de hacer que hasta el público más exigente se los tome en serio, y no cabe duda de que su promoción como "productos Abreu" llevará a que el fenómeno se asocie a buen hacer musical y no sólo a meninos de rua (algo que, por cierto, no es tampoco exacto, pues la obra premiada destaca además por su pluralidad social y, en consecuencia, por su capacidad integradora). Es, de hecho, en esa notable calidad de sonido donde radica la diferencia entre la iniciativa de Abreu y otras como la orquesta del Diván de Daniel Barenboim, en cuyas presentaciones se aplaude sobre todo por amor a la paz.
Más chocante resulta el gesto extrañado de que la música clásica suene tan bien cuando la tocan intérpretes venezolanos. Nuestra relación con la gran tradición musical de Occidente es mucho menos ajena de lo que suele pensar todo el mundo: ya a principios del siglo XIX Humboldt se admiró escuchando tocar en Caracas a los músicos del padre Sojo, que había formado su pequeña orquesta (la Escuela de Chacao) con pardos y con blancos pobres, y cuyas composiciones recordaban bastante a Haydn, a Mozart o a Pergolesi. De una saga familiar de músicos completamente criolla salió Teresa Carreño, saludada, en su momento, como la más grande pianista del mundo. Tampoco nos faltó, ya en el siglo XX, nuestra propia vanguardia nacionalista, al estilo de Falla o de Rimski-Korsakov. Un operómano londinense o neoyorkino se alegrará, de seguro, si en una tienda de discos hace el hallazgo de una Manon Lescaut en la que algún micrófono furtivo dejó registrado el espléndido encuentro de Magda Olivero y Richard Tucker; y si se fija en el lugar de la grabación encontrará que es Caracas, en una temporada regular de las que ofrecía su Teatro Municipal hace ya varias décadas. Pero aun en el joropo y en el arpa que se tocan en los llanos susbisten, para un oído atento, los ritmos cortesanos de un Domenico Scarlatti o de un Boccherini. Verdad es que parece muy probable que, sin encontrarse con Abreu, los niños y jóvenes de las orquestas que hoy reciben el Príncipe de Asturias no se hubieran enterado de quiénes fueron esos Beethoven y Mahler que (¡Mahler!) interpretan tan bien. En sus conciertos, por otro lado, han adoptado un "estilo propio" bastante lúdico, "caribeño", a veces vestidos con aquellas amplias chaquetas cuyos colores, para quienes no sepan reconocer en ellos los de la bandera, recordarán más bien los de los guacamayos. Pero este rasgo de exotismo, que no deja de ser en buena medida publicitario, no significa, ni mucho menos, que nuestra relación con la música más compleja de Occidente sea un caso análogo al de aquellos japoneses que hace algunos años crearon una orquesta de salsa, bailándola por pasos medidos y cantando las letras por remedo fonético.

Digo todo esto porque conviene evitar juicios demasiado simples teniendo en cuenta, primero, que el movimiento de Abreu se inscribe en una larga tradición de empresas y fenómenos musicales bastante característicos de nuestro país; y, segundo, que lo que el premio reconoce ahora es un trabajo que hace ya bastantes años lleva adelante el maestro. Creo que recordarlo no era necesario para los venezolanos, pero quizá sí para los que, teniendo un conocimiento muy superficial sobre Venezuela, se hacen eco de la fábula que pretende que el de Chávez es un gobierno "para los pobres". Pues sería un grave error de percepción pensar que lo de las orquestas juveniles e infantiles es cosa de Chávez; incluso si Dudamel declara en España que "Chávez ha apoyado al sistema de orquestas" (lo cual es una forma agradecida de decir que el sistema de orquestas tenía que ser apoyado por el gobierno, por cualquier gobierno, para poder continuar su obra).
La fama de Dudamel es de verdad extraordinaria; cada uno por sus méritos, es ahora mismo, con el caudillo y con Carolina Herrera, el venezolano de mayor figuración mundial. Creo que, llegado a este punto, ya podría disponer de autoridad y autonomía suficiente para criticar lo que quiera sin temor a perder patrocinio; pero, en fin, se ve que el régimen le cae en gracia. Lástima, porque parece claro que ningún gobierno había sido, como éste, tan funesto para la cultura venezolana.