domingo, 1 de junio de 2008

"Alicinotopía"


Alain Rouquié ha llamado a América el continente de los malentendidos: parece, en efecto (y como se ha repetido hasta la saciedad) que desde la llegada de Colón todas las formas de aproximación a esta realidad que se interpone entre el Atlántico y el Pacífico han estado distorsionadas por una visión errática. Pero esta visión ha tenido (y tiene, pues hay quien no da aún por terminado el descubrimiento) dos variantes. Por un lado, el hallazgo de lo americano se asume como experiencia, en ambas acepciones de esta palabra: al primer golpe como fenómeno, como suceso, como acontecimiento; y luego como suma y poso de aquello que se sabe, como hábito, como conocimiento adquirido. El hombre que vive la experiencia de América la integra a su propia experiencia, y echa mano de ésta para interpretar aquélla: es, por tanto, el que llama las cosas americanas con nombres europeos; el que explica la fauna, la flora y los hombres según modelos que pertenecen al mundo del que proviene. Ahora bien: los autores que han tratado este asunto suelen denunciar la arbitrariedad de aquella interpretación cayendo en una ingenua superstición que aparece ya registrada en el diálogo platónico de Crátilo: la creencia de que la elaboración cultural de las cosas (por ejemplo, el nombre que se les da) debe responder a una phýsis, a una correspondencia natural entre su manera de ser y la de designarlas o interpretarlas. Tal ingenuidad, según la cual el verdadero nombre de las cosas americanas ( y, por tanto, su verdadera esencia) era el que ellas tenían en la época prehispánica -pues los indígenas (llegados alguna vez de Asia, no se olvide) eran los auténticos poseedores de aquella naturaleza que, como se ha dicho, estaba prístinamente inscrita en sus hábitos, lenguas y formas de vida- abona la idea de una América también “verdadera” que subyace a la deformación eurocéntrica y que, por tanto, es necesario encontrar bajo los “falsos” ropajes con que españoles y portugueses quisieron disfrazarla.

Tal comprensión de las cosas tiene, además, una consecuencia que se adivina fácilmente, y es que pone a la América precolombina del lado de la naturaleza, y a la posterior a 1492, en cambio, del de la cultura; con lo que queda escindida la condición humana, como en la herejía albigense, en las dos partes que le son característicamente constitutivas, pues no es el hombre otra cosa que un organismo natural creador de cultura. Aquí, en cambio, el europeo queda desnaturalizado y el indígena queda alienado, como si, en el primer caso, los valores de la cultura occidental no tuvieran ninguna relación con los fines del hombre, y, en el segundo, como si algo inherente al ser de los indígenas los hiciera impermeables, eternamente extraños, a la nueva dinámica cultural impuesta por los conquistadores.

La segunda manera que adquiere la visión deformada del hecho americano se deriva entonces, precisamente, de creer –primero- que es necesario hallar la verdadera naturaleza americana; y luego, paradójicamente, de buscarla no mirando al americano, sino a idealizaciones instaladas desde los tiempos más remotos en el ensueño de los hombres. Tal contradicción obedece a que la utopía implica, por definición, el ser todo aquello que no se es ahora; existe por contraposición, incluso por aniquilación, de lo presente, y por tanto se la anhela y se la estima en la medida que se desprecia lo actual y se abjura del hic et nunc. Otro rasgo es que la utopía es más perfecta cuanto más inalcanzable, de modo que la destrucción de lo existente no depende, de manera inmediata, de su sustitución por algo mejor; es, cuando más, una liberación, pero no necesariamente una ganancia (por eso el discurso utópico se dirige mucho más al argumento de la emancipación que al del bienestar). Y tal es la causa de que el tiempo utópico tenga, por lo general, un trazado cíclico, de recuperación de la inocencia: porque, pospuesto el futuro hasta donde alcance a mirar el idealismo, la destrucción de lo actual invierte la marcha de la historia y pone a la sociedad a avanzar hacia el atraso, hacia los tiempos en que no se había ganado siquiera lo que hasta ahora se tenía.

Reconozco que Alicinotopía no es un nombre demasiado eufónico para un blog. Tampoco pretende ser, por cierto, una de esas denominaciones alternativas (como la Indoamérica de Haya de la Torre) que han querido proponerse para zanjar la cuestión del nombre -por precepto el primer asunto del que se debe ocupar todo aquel que quiera iniciarse en la sofística de nuestro telúrico misterio trinitario, indio, blanco y negro, tres y la misma persona. Alicinotopía, con poca fortuna sonora, es apenas un enfoque: el que pretende acercarse a Latinoamérica como un lugar (τόπος, topos) que “de verdad” (αληθινός, alíthinos) existe, y no más como aquel mercado de promesas fabulosas del que unos sacan tanto provecho y otros tanto desencanto. El adjetivo de que me sirvo para inventar el neologismo deriva de la palabra griega cuya transcripción fonética da origen en español al nombre Alicia, y cuyo significado es, entonces, “verdad”. Alicia es además, en lo personal, un nombre muy importante para mí; y otro, el de mi mujer, que es Clara, apunta, sin necesidad de tener raíz helénica, al mismo referente. Pues bien: la intención de este enfoque que privilegia el sentido de la realidad (para usar una expresión de Isaiah Berlin) no se endereza sino a que los latinoamericanos trabajemos en mejorar aquello que de verdad somos y tenemos, de modo que ante la alharaca fascinadora de los que a cambio de exaltarlos en el poder nos ofrecen el mapa del país de las beatitudes, contestemos aplomados con la expresión que Quevedo utilizó para traducir la palabra Utopía: “No hay tal lugar”.