domingo, 1 de junio de 2008

El premio de Yon Goicoechea


Cuando se conmemoran cuarenta años del célebre Mayo Francés, el Cato Institute acaba de conceder (suerte de reorientación ideológica de la conmemoración) el Premio Milton Friedman para el Avance de la Libertad a Yon Goicoechea, un estudiante venezolano de 23 años. La significación del galardón, que antes había reconocido sólo largas trayectorias como la del ex­primer ministro estoniano Mart Laar o la del economista Hernando de Soto, y la extraordinaria dotación económica que lo distingue (medio millón de dólares), son claramente un espaldarazo de las fuerzas internacionales comprometidas con el pensamiento liberal a un movimiento que aún puede considerarse en ciernes, y cuyo objetivo político y social no sólo no se ha conseguido, sino que no proyecta, siquiera, el alcance que ha de tener sobre el destino de Venezuela. Goicoechea ha señalado que, más que una labor personal, el Cato ha valorado en conjunto toda la iniciativa que desde 2007 se ha expresado en movilizaciones y protestas articuladas desde los centros de estudiantes de varias universidades nacionales, y de la que ciertamente el premiado, en representación de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), ha sido una cabeza visible junto a Stalin González (de la Universidad Central de Venezuela) o a Freddy Guevara (de la misma UCAB). No obstante, y aunque la apreciación de Goicoechea no es un mero brindis, sino bastante exacta –pues en realidad se ha tratado de un fenómeno muy plural y de responsabilidades muy repartidas-, parece que la intención del premio es destacar deliberadamente un nombre capaz de capitalizar, en forma de liderazgo reconocible, los méritos fuenteovejunescos.


La renovación generacional ha constituido un punto clave en el drama político venezolano de las últimas décadas. Cuando empezaron a crujir las bases del Estado echadas en 1958 por el Pacto de Punto Fijo, una de las voces que con más insistencia advirtió de la crisis fue la de Arturo Úslar Pietri, que casi nonagenario fue incorporado, con otros intelectuales, a un llamado Consejo de Notables que debía haber asesorado al gobierno de Carlos Andrés Pérez, y cuyas opiniones, no vinculantes, cayeron en saco roto. Con este órgano de naturaleza extra-constitucional la política del país comenzó a buscar desahogos en fuentes exteriores al oficio; y al ser Pérez más tarde objeto de un impeachment que debilitó considerablemente la solidez de la figura presidencial, quedó la máxima magistratura a cargo del historiador Ramón J. Velásquez, venerable prohombre que identificaba el cargo con una autoridad gerontocrática de naturaleza moral. La misma que, tras ganar las elecciones del 93, heredaría Rafael Caldera.

De poco le valió a Caldera volver al gobierno desmarcado de su partido tradicional, COPEI, y bajo la forma de una concertación en la que se integraban figuras de izquierda que hasta entonces habían esperado su turno en la escena política. Agobiado por una enorme crisis en el sistema financiero, del liderazgo del anciano presidente hubiera podido decirse lo que Theodor Lessing predijo ante el gobierno del mariscal Hindenburg: “Un Cero que prepara el terreno a un Nero”. La sensación de inercia en la conducción del país se había instalado en los venezolanos cuando reapareció, después de indultado, la figura vigorosa del antiguo golpista convertido en candidato. Acción Democrática, el principal partido de oposición, que incluso tras la debacle de Carlos Andrés Pérez estaba lejos de considerarse caído, incurrió sin embargo en el error estratégico de oponer, al hiperactivo Chávez, un aspirante decrépito y caciquil. El teniente coronel ganó con un 55% de abstención que daba cuenta de la enorme apatía producida, en un país con una media de edad de 26 años, por todos los asuntos de cuenta de aquellas generaciones que, ya con más sombras que luces, habían pasado a la historia de la república.

En cuanto se presentaba como ruptura con el pasado, Chávez no podía, en principio, molestar a la juventud. Había que esperar a que sus actos de gobierno comenzaran a poner por obra las políticas directrices del régimen, para prever las reacciones. Éstas, que comenzaron en 2001, tras la convocatoria de la Asamblea Constituyente, descubrieron la vocación totalitaria del gobierno y comenzaron a sentirse en la calle, sobre todo después de conocerse el proyecto de Ley Orgánica de Educación, el llamado Proyecto Educativo Nacional, el decreto 1.011 y otros instrumentos legales destinados a intervenir en los modelos educativos hacia un sistema de control ideológico y partidista por parte del Estado. Atinente todo esto a la formación escolar, los universitarios permanecieron al margen de las protestas, que fueron incorporando otros temas según avanzaba el proyecto “bolivariano”.

No fueron pocos los análisis y comentarios, en la prensa y otros medios de comunicación, que denunciaron aquella indolencia. Así, por ejemplo, a propósito del Día de la Juventud (que en Venezuela conmemora la participación de los estudiantes en la guerra de independencia), un columnista (Eddie A. Ramírez) dejaba en las páginas de El Universal, en 2005, la siguiente reflexión:

"Siempre se afirma que son los jóvenes quienes cambian el curso de la historia ¿Lo harán en esta hora aciaga para Venezuela? Hasta ahora han brillado por su ausencia […]. Es preocupante apuntar que mientras octogenarios como Tejera París y Pompeyo Márquez siguen luchando por la democracia, sólo apreciamos un grupo pequeño de jóvenes entre veinte y treinta años que están comprometidos […]. Cabe reflexionar sobre el fracaso de las generaciones de la época de los cuarenta y primera mitad de los cincuenta, que no sólo fallamos por construir un mejor país para todos, sino también en inculcarles a los jóvenes inquietudes y espíritu de lucha para defender principios y valores."

El acicate necesario para provocar la reacción de este grupo social aletargado por tanto tiempo, llegó, sin embargo, en mayo de 2007. Se trataba ya de un acto por parte de Chávez que no podía confundirse con el deterioro inercial de la economía o de la calidad de vida; o que, como en los episodios electorales, no se consolaba con la rutina de seguir bajo el mismo régimen y declinar las alternativas inciertas. La clausura de Radio Caracas Televisión (RCTV), la más antigua televisora del país, fue percibida por los jóvenes como un despojo que afectaba, por lo demás, el medio de comunicación que les era más sensible. La fecha en que comenzó la movilización, 28 de mayo, remitía cabalísticamente a otro 28: el del año en que surgió aquella generación de universitarios opuestos a la dictadura de Juan Vicente Gómez, y que con Rómulo Betancourt a la cabeza fue el germen del programa modernizador destinado a incorporar, en la política ciertamente, pero también en el comercio internacional y hasta en la literatura, aquella Venezuela rural al curso del siglo XX.

Las acciones del movimiento estudiantil, cuyas redes de organización se extendieron rápida y eficazmente por las diversas universidades públicas y privadas del país, se han concentrado hasta ahora en protestas pacíficas (marchas, concentraciones, sentadas) que han demostrado un gran poder de convocatoria y que suman ya más de 40. También han presentado pliegos de peticiones ante los distintos órganos del poder público venezolano, y han expuesto sus demandas en foros internacionales como la Unión Europea y, recientemente, la Casa de América en Madrid. De gran impacto en la opinión pública han sido los efectos de la represión que el gobierno de Chávez les ha opuesto, con consecuencias cruentas –aunque no mortales- en algunas ocasiones.

Sin embargo, lo que nació como un acto de revulsión casi espontánea se enfrenta ahora a la tarea de adoptar alguna forma institucional capaz de darle una presencia coherente y clara en la lucha por el juego democrático. Como fuerza política, es decir, capaz de intervenir en la toma de decisiones, la acción de los estudiantes se consolidó en el referéndum del 2 de diciembre de 2007, en el que la propuesta de reforma constitucional que debía haber aumentado los poderes de Chávez fue rechazada por el electorado (y su resultado, además, reconocido por el gobierno). Pudiendo exhibir ese triunfo (la potencia chavista había sido hasta entonces imbatible), ¿cómo aprovecharlo a favor de una propuesta visible y productiva?

La publicación de un libro, Estudiantes por la libertad, con prólogo de Yon Goicoechea , parece revelar la intención de articular por escrito un mensaje bajo el cual pueda definirse la militancia del colectivo. Este mensaje, sin embargo, se debate entre limitaciones a las que sus líderes ponen mucho interés en atender, de modo que, aunque se definan negativamente (esto es, más por lo que no quieren que por lo que quieren), no hay duda de que forman, esas limitaciones, parte de una estrategia. Lo primero que intenta evitarse, según resulta evidente, es un discurso que contribuya a acentuar la enorme polarización de la sociedad; por el contrario, se insiste en un planteamiento inclusivo, para lo cual todas las protestas y reivindicaciones se formulan bajo la especie de principios generales de convivencia y democracia: “libertad de expresión”, “autonomía universitaria”, “pluralismo”. Se critican, por tanto, los actos concretos del gobierno, pero no al gobierno o al presidente como tales. Tampoco, frente al discurso marcadamente ideológico de Chávez (socialismo, aintiimperialismo) se presenta una postura que pueda clasificarse fácilmente bajo los rótulos convencionales de las doctrinas políticas: “Esto no es una guerra entre izquierda y derecha. Creemos que Venezuela tiene que tener una democracia. La democracia significa respeto. La democracia significa libertad de expresión. La democracia significa decir lo que uno quiera sin ser reprimido”, ha dicho Goicoechea en entrevista al Washington Post, el 2 de diciembre de 2007. Prefiriendo sustituir el ideario por un símbolo, han asociado su defensa de la no-violencia con la figura de Luther King (y encuentran, además, con ello, sintonía entre los recientes movimientos cívicos que, hasta el caso del Tíbet, han tenido gran resonancia mundial). Ante la necesidad de un nombre que postular, Goicoechea insiste en los principios de la libertad negativa sin sustraerse a la solidaridad, estructurando una propuesta centrista, de fondo liberal pero atenta a las demandas sociales; el nombre para designarla es Humanismo Libre:

"El Humanismo Libre no es más que la comprensión del hombre en sus distintas dimensiones: (i) individuo-sociedad, (ii) material-espiritual y (iii) local-universal. No es una ideología política sino un concepto existencial que considera la responsabilidad, la tolerancia y la libertad, agrego la solidaridad, como atributos inseparables de la humanidad. El Humanismo Libre propugna la democracia con contenido social como modelo de convivencia, en ella pueden articularse el desarrollo libre de las capacidades de cada hombre y la necesidad de contribuir al desarrollo de la sociedad. Lo que planteamos como venezolanos que creemos en la democracia con contenido social, es que el hombre es libre y productivo, en tanto contribuya a la libertad y la productividad de sí mismo y de otros. En tal sentido, debe entenderse que la solidaridad con los demás nunca puede ser “ideologizante” ni impositiva, porque perdería su naturaleza y se convertiría en esclavista. Además, entiende que la solidaridad es humana en tanto se acompañe de la realización de los sueños y la potenciación de las capacidades individuales."

El nudo gordiano, sin embargo, continúa siendo el de la representatividad: ¿hay que mantenerse al margen de los partidos o, por el contrario, deben los estudiantes apuntalar la figura de estas instituciones de mediación política para fortalecer la democracia? En un artículo reciente (“¿Cuál movimiento estudiantil”, El Universal, 29 de mayo de 2008) Agustín Blanco Muñoz muestra su escepticismo sobre lo que juzga otra forma de medro político. Para los líderes del movimiento, la formulación partidista se aparece como la lumbre para las mariposas: atractiva, desde luego, pero como amenaza peligrosa de acabar, al final, quemándolos.

No se puede, con todo, menos que reconocer que los estudiantes universitarios ostentan un título más que justo para intervenir en coyunturas como la que vive Venezuela actualmente: por un lado, y como herederos del futuro, resulta evidente que su calidad de vida y sus posibilidades de desarrollo humano dependerán en gran medida de las decisiones políticas, económicas y sociales que se tomen en el presente; por otra parte, porque la conciencia ciudadana que tanto se postula como condición indispensable para el perfeccionamiento democrático gana mucho cuando se asocia el conocimiento a un sentido de participación en la responsabilidad nacional.

Ahora bien:

-Un examen menos simplista que el que suele hacerse muestra que el proceso de descomposición del sistema de partidos en Venezuela no obedeció, en propiedad, al fracaso de la institución como tal, sino a la incapacidad de sus cuadros para renovarse y para representar en pureza los idearios que debían animarlos, y que fueron abandonados en beneficio de intereses personales y de clientelas corruptas. El régimen de Chávez ha sabido imponerse como una autocracia de visos mesiánicos reforzando su personalismo contra la memoria de los partidos preexistentes, en cuya infamación eterna se ha concentrado el discurso oficialista para construir una visión de la historia según la cual toda institución política anterior al actual gobierno era espuria y perversa, y, por lo tanto, en lo absoluto merecedora del nombre de democrática.

-Se impone, para los estudiantes, una revisión de la historia política del país que lleve a superar, ante su propia convicción y ante la conciencia nacional, el relato maniqueo extendido por el chavismo; de modo que, como en la célebre frase de Ortega, se entienda que las soluciones no pasan por la abolición del uso junto con la del abuso, sino que es necesario volver sobre las conquistas imperfectas para mejorarlas y para conseguir la implicación de todos los sectores de la muy desigual sociedad venezolana en la vida nacional.

-Sin embargo, este empoderamiento general, que Chávez ha enfocado en términos revolucionarios (esto es, de destrucción caótica del pasado y entrega irrestricta al proyecto redentor), debe ser planteado, en contraposición, como construcción de un orden. Requiere, por lo tanto, un desarrollo teórico de tipo programático, que incida directamente –y para esto resulta en verdad propicia la interdisciplinariedad académica- sobre problemas concretos de la vida nacional. Por lo tanto, es necesario insistir en la construcción de un ideario no sólo filosófico sino político, esto es, un modelo de ejercicio y orientación del poder hacia objetivos prácticos de desarrollo.

-La conformación de partidos políticos nuevos, o la adscripción renovada a los preexistentes (cuyos mecanismos internos de participación y objetivos fundamentales deben ser objeto de amplios debates en los que se haga transparente el proceso de renovación) no sólo no pueden ser un tabú, sino que la vida democrática, en buena medida, depende de la subsistencia y vitalidad de esas instituciones. La participación activa en los cargos públicos, además (como en el caso de Stalin González, que se ha postulado a la alcaldía del municipio caraqueño de Libertador, en manos del chavismo), es legítima y aun consecuente con la limpieza de intenciones sobre el destino del país.

Mirando la filmación del discurso de Goicoechea al recibir su premio, advierte uno que va en la dirección de lo que debe ser un liderazgo moderno, liberal y propio de un país desarrollado; ojalá que su generación se reconozca mucho más en esta forma de entender la política que en el estilo demagógico que caracterizó al siglo XX. Y ojalá que la tentación del carisma populista no sea demasiado grande para estos muchachos cuando se despeje ante ellos una vía de acción política; algo que, como se ha dicho, deben procurar. Yo creo que este premio, con el enorme prestigio de una institución como el Cato y del nombre de Milton Friedman, compromete todo el perfil futuro de Yon Goicoechea y le confiere una suerte de apostolado en el pensamiento liberal que está obligado a honrar. Ahora la formación de sus ideas políticas debe completarse con un repertorio obligado, que le será máximamente esclarecedor: Hayek, Von Mises, Oakeshott, Rawls, Hanna Arendt, Octavio Paz. Es un gran avance respecto de Betancourt, por ejemplo, que forjó su personalidad política bajo el catecismo de Lenin y del pensamiento antiimperialista del que después tuvo más bien que alejarse para poder gobernar en democracia. La cartilla de Goicoechea es bastante más de fiar. Y, claro, no todo son ideas, sino que hay que tener un buen conocimiento de la sociedad a la que deben aplicarse, pero en esto los estudiantes venezolanos tienen ya un terreno muy abonado, porque han luchado a pie de calle. En vista, sin embargo, de esa ventaja suya sobre las generaciones anteriores deben prepararse para un combate más duro, pues como advertía Carlos Rangel, previendo el regreso de un régimen autoritario: “Una sociedad venezolana hoy razonablemente moderna, inmensamente más compleja, politizada y habituada a ser halagada por ofertas populistas, realizadas a medias mediante la liquidación acelerada del petróleo, haría forzosa no una dictadura limitada, una dicta-blanda, como se suele decir, sino una tiranía brutalmente represiva y resuelta a gobernar indefinidamente, como han sido las del Cono Sur, justamente por la complejidad y el adelanto relativo de aquellas sociedades”.