domingo, 1 de junio de 2008

Odiar al prójimo como a sí mismo: Europa y su mala conciencia


Todavía tiene la tinta fresca la edición española del libro de Pascal Bruckner, La tyrannie de la pénitence (La tiranía de la penitencia. Ensayo sobre el masoquismo occidental. Ariel, mayo de 2008). Más que la descripción de un problema, lo que pinta allí el autor es todo un arquetipo; uno, por cierto, nada infrecuente, y que en medios “americanistas” de Europa se cuenta por legiones.

Los que vieron en su día, por Antena 3, el debate en el que participó la periodista venezolana Nitu Pérez Osuna a propósito del cierre de Radio Caracas Televisión por el gobierno de Chávez, se harán gráficamente idea de lo que refiere Bruckner. Frente a Pérez Osuna, en aquel programa, y representando al régimen venezolano, figuraban dos profesores universitarios, españoles ambos. Ante lo que era, con transparente evidencia, un acto de censura autoritaria por parte del caudillo de Sabaneta, sus dos apólogos (que para eso estaban, claro) recurrían a todo tipo de razones sobre la actividad conspiradora y magnicida de la televisora, y de cuyas más secretas y siniestras maquinaciones tenían ellos noticia de primera mano. Desde luego, cualquier mente inquieta se habría detenido a preguntarse si no serían más de fiar los datos que aportaba la periodista, que, después de todo, había dormido la noche anterior en la Caracas donde vive y trabaja. Pero los dos catedráticos no estaban por la labor de dejarse desautorizar con semejante argumento, y tenían su respuesta preparada; una respuesta que sirve, sobre todo, para advertir con claridad que la obstinación ideológica actúa como aquella adúltera que, protestando inocencia ante su marido, y contestándole éste que la había visto con sus propios ojos, le replicaba: “¡Pues si realmente me quisieras deberías creerme a mí y no a tus ojos!”.

¿Qué contestaron los chavistas madrileños? Pues que Nitu no había vivido en Venezuela, sino en una parte de Venezuela que era ajena a la realidad del país; en una torre de marfil, en una burbuja vítrea. Que no era, en una palabra, una verdadera venezolana. Así, pues, la popular conductora de programas de radio y televisión quedaba de pronto, aquende el océano, desposeída de sus derechos de nacionalidad. ¿Y por qué condenaban, con toda la inmensa autoridad de su sensibilidad social (uno de ellos contó que había pasado tres meses –figúrense Ustedes- viviendo en la “Venezuela real”. ¿Qué podía decir aquella impostora frente a semejante lección de sacrificio?); por qué condenaban, digo, a Pérez Osuna, al limbo de los apátridas? Para comprenderlo había que ver en la pantalla la estampa de aquella mujer: instruida, bien arreglada, correcta en el uso de la lengua (¡de la misma lengua!), respetuosa de los modales…¡occidental, en suma! Una traidora a lo que, según los profesores –deducía uno- debe ser un venezolano que se precie: miserable, analfabeto, harapiento y a medio civilizar; eso sí: puro como un diamante, incorrupto del contacto perverso de la cultura a la que, en maldita la hora, pertenecían los profesores españoles. Claro que ellos eran occidentales auténticos, los desdichados, y ya bastante hacían tratando de lavar la mala sangre con viajecitos solidarios al Tercer Mundo. Pero ¿cómo se atrevía a pretender aquella venezolana a participar de este selecto club de depredadores históricos, en vez de conformarse con su condición de víctima expoliada? Pues no: si no quería ser una venezolana real, es decir, de pata en el suelo, que tampoco pretendiera sentarse a la mesa de Occidente. ¡Apátrida, sin contemplaciones!

La experiencia de Nitu no me sorprende en lo absoluto, pues también yo la he vivido aquí en Madrid con algunos europeos que se han mostrado tan hostiles conmigo como solidarios con los “venezolanos de verdad” (que son, según aquellos espíritus generosos, los que con el gobierno de Chávez han “comenzado a despertar”). Desde luego, yo no pretendo ser ningún emblema de la venezolanidad ni ejercer monopolio alguno en el juicio y las opiniones sobre el país. Simplemente dejo claro que, aunque mis análisis están llamados a producir, como los de cualquier otra persona, una idea sobre Venezuela, me encuentro a mi vez en la circunstancia de ser yo mismo un producto de la realidad que se designa con aquel nombre. Lo cual es también un modo de dejar claro que Venezuela fue primero que yo, y que todos los que la pensamos ahora; porque las utopías europeas siguen empeñadas en fundar el mundo en América y en ponernos en cero el cuentakilómetros de la historia; pero lo cierto es que ya Venezuela cuenta desde hace bastante con una historia y con un desarrollo de cosas que produjeron eso que se llama una cultura; una cultura compleja y problemática, es verdad; una cultura que, como todas las culturas, ha tenido sus forjamientos, sus autores intelectuales, sus circunstancias políticas y económicas, sus imaginarios interesados, etc. Pero mi abuelo, por ejemplo, que a Dios gracias aún vive, nació en 1912 y puedo asegurar que ya nació en Venezuela, y a lo largo de un siglo la ha visto transformarse y discurrir por caminos mejores o peores, sin que hubiéramos estado "dormidos" o cosa parecida. La historia ha pasado por nosotros y nosotros por ella, aunque el resto del mundo no se hubiera enterado demasiado. Y esa historia tiene unos vínculos con la cultura llamada occidental que, buenos o malos, son ya a estas alturas insoslayables; porque aún se discute en Europa si en América Latina debemos o no debemos ser occidentales, y se rasgan las vestiduras por habernos infectado de aquel pecado original, y se buscan -y nos buscan, sobre todo- las vías de redención. Pero lo cierto es que, por más que periféricos, los latinoamericanos no necesitamos pedirle a Europa autorización ni visto bueno para ser occidentales. Lo somos, aunque moleste, como esos hijos de amante que perturban la tranquilidad del matrimonio legítimo, pero a los que no puede quitárseles ni la sangre de las venas ni el sospechoso parecido que guardan con el disoluto padre. Eso significa, pues, que a quien quiera venir ahora a crearnos ex nihilo, y a decirnos que hasta este momento los venezolanos vivíamos fuera de nuestro destino, o que no hemos debido ser, o que nunca fuimos, yo le reclamaría, además de respeto, un mínimo sentido del ridículo.

También pediría yo, a esas pretensiones de reforma zaratústrica del mundo, respeto por otro motivo (y aunque en realidad fuera clemencia lo que sus apólogos querrían obligar a pedir): y es que, de pronto, cuando los ángeles vengadores del socialismo empuñan sus flamígeras espadas, todos los demás quedamos convertidos, por definición, en las bestias diabólicas de intereses oligárquicos y mezquinos. Pero aquí la ideología no actúa como en el apocalipsis bíblico, que juzgará por aquel libro de culpas individuales in quo totum continetur, sino que el bien y el mal se simplifican y se definen en la adscripción revolucionaria. Como ha dicho Hugo Chávez, en pleno frenesí parusíaco, el que no está conmigo está contra mí; y punto. Por eso se puede matar, saquear o robar impunemente, siempre que se haga bajo el estandarte de la revolución; porque esos no son crímenes; eso es hacer patria, del lado de los justos. Los europeos, con su leyenda negra sobre América en la cabeza, están muy ganados para esta idea de una sociedad que se divide entre buenos y malos. Tienen la cortesía (los intelectuales) de contarse entre los malos por maldición de su naturaleza europea, pero se quitan la mala conciencia dándose golpes de pecho mientras claman contra sí mismos: "¡Explotador! ¡Explotador!", a la vez que reivindican el derecho al desquite a saco por parte de los pobres oprimidos. Claro que todo ello a prudente distancia, desde los despachos de sus universidades, de sus oenegés, de sus plataformas, de sus think-tanks, cobrando sueldos de grandes especialistas y viajando a cuerpo de rey. Son todos muy cívicos: tienen sus parlamentos, su seguridad jurídica, sus instituciones creíbles, sus controles, sus marcos constitucionales, sus izquierdas democráticas. La revolución, en África o en América Latina, que para eso están. Se cumple, una vez más, aquel aserto de que no hay cuña peor que la del mismo palo; porque, como el judeoconverso Torquemada mandando a quemar judíos, hete aquí a estos luchadores de la justicia social cubriendo de maldiciones, desde sus púlpitos académicos, a todos los que en Latinoamérica ambicionan lo mismo que ambicionan ellos: una vivienda, un automóvil, una buena educación para sus hijos, y el acceso a los bienes de consumo que el siglo XXI pone a disposición del hombre. Pues aunque cualquier europeo de a pie se entiende a sí mismo como integrante de una laboriosa clase media, cuyas formas de vivir y de poseer encuentra más o menos razonables, resulta asombrosa la enorme resistencia que muestra para reconocernos a los latinoamericanos el derecho a la misma condición. Se trata, en el fondo, de otra forma cualquiera de discriminación: la imposibilidad total de admitir la normalidad o semejanza del otro. Tiene razón Bruckner cuando habla en su libro de “la vanidad del odio a sí mismo”, señalando a Europa por ejercer un “paternalismo de la mala conciencia: considerarse los reyes de la infamia es tanto como seguir en la cima de la historia. Desde Freud sabemos que el masoquismo sólo es un sadismo a la inversa, una pasión por dominar dirigida contra uno mismo. Europa sigue siendo mesiánica en un tono menor, militante de su propia debilidad, exportadora de humildad y cordura. Su aparente desprecio de si misma a duras penas esconde una extrema fatuidad”. Y esta fatuidad nos perdona la vida siempre que nos ajustemos a la imagen que, según ellos, es la que nos corresponde: la de la comuna, la del campamento guerrillero, la del cenáculo proletario; la del buen salvaje, en suma, que quiere tanto preservarnos en la bondad como en el salvajismo.