Aparece en El Universal del 28 de mayo que la Gaceta Oficial de Venezuela anuncia la conversión de veintidós instituciones culturales, ya declaradamente, al ideario del régimen, pues se reconocen obligadas, para el cumplimiento de sus objetivos, a implementar “medidas que garanticen la participación protagónica y la corresponsabilidad activa del pueblo en la formulación, ejecución y control de su gestión, orientada a la construcción de una sociedad socialista”; y se dispone, para el caso particular del teatro Teresa Carreño, que «los programas artísticos y culturales que allí se ofrezcan deben seguir "valores de soberanía e igualdad orientada [sic] a la construcción de una sociedad socialista"».
Tal anuncio no es sino la esquela que proclama una defunción desde hace mucho tiempo advertida. Quizá se dé por supuesto que sus dolientes son los habitués de teatros, museos y librerías; otro sector de la sociedad venezolana que se ve (como los trabajadores despedidos de la industria petrolera, o los antiguos políticos derrocados de sus curules) despojado de un espacio. Pero, en realidad, el secuestro de la cultura supone para el país un trágico triunfo de la víscera, de la canalla, de la bestialidad que ha encontrado entre nosotros puerto libre.
Un signo en la historia de Venezuela ha hecho coincidir las grandes sacudidas políticas con períodos de cierto florecimiento social que, naturalmente, sucumbieron al tumulto. Esto fue muy visible a la hora de la independencia, cuyas sangrientas luchas sepultaron los progresos que en pintura, en música, en literatura, se habían conseguido en los últimos años de la colonia. No nos quedó, como a otras regiones del continente, el sustrato de un orden virreinal; la integración a la sociedad de las clases antes sometidas se logró, primero, en el caos de la guerra, mediante el desbordamiento eruptivo de los odios y los miedos (como quiso hacer ver, por ejemplo, la ficción de Las lanzas coloradas); y luego, tras un lapso que al amparo de la férrea mano de Páez pareció tender al desarrollo de una tímida clase media republicana, el gobierno de Monagas y los regímenes liberales convirtieron a las masas menesterosas en la base social y electoral de demagogos que protagonizaron la recurrente montonera que al fin vino a aquietarse con el señorío feudal de Juan Vicente Gómez. Muerto éste, el sueño de una transición racional a la democracia (entendida no sólo como sufragio, sino como forma de vida) naufragó a la caída de Medina Angarita; y el boom petrolero, que signó la modernización económica, se desplegó entre una dictadura militar y, al ser ésta derrocada, un sistema de libertades políticas borracho de populismo, que a pesar de los momentos de bonanza (y de logros no poco apreciables en la construcción de una sociedad avanzada) no supo orientar al país por la vía del desarrollo. Disueltas, pues, las esperanzas que en él se cifraban, y llegados al estado en el que estamos, cabría preguntarse si nuestro destino es el de ir de la barbarie a la decadencia sin haber pasado por la civilización.
En todas partes la llamada “cultura de masas”, propia de la posmodernidad, ha desacralizado las que antes se consideraban manifestaciones de la “alta cultura”, y ha sacado de sus templos a la ópera, al ballet, a la poesía, a las artes plásticas, para que todo el mundo las pueda contemplar. Es un efecto democratizador de la sociedad de consumo que algunos consideran más bien una vulgarización; sin embargo, esta apertura a la masa espectadora no conculca el valor singular de la obra artística, y la relación que se establece entre ésta y aquélla resulta, al final, autodiscriminante: la significación plena de la obra sólo será comprendida por quien disponga de medios para apreciarla, y el resto se contentará, quizá, con disfrutarla bajo la especie de mero convencionalismo o como objeto decorativo (kitsch, en una palabra). Pero lo cierto es que, bien como cifra del genio humano, bien como cachivache del esteticismo ingenuo, la obra (y el arte como actividad y como presencia en la vida social) ejerce, siquiera, un poder de atracción capaz de revelarle a la gente ideales de orden, de armonía, de belleza, de construcción de la historia.
Sin esa atracción, las vidas en las que las condiciones materiales de subsistencia achatan el espíritu van por el contrario dejándose, cada vez más, ganar por el peso de lo puramente animal; del sentimiento sin desbastar, de la inteligencia que no encuentra nada sobre lo que aplicarse. Y esta animalidad, que en un individuo es ensimismamiento y gruñido, en una multitud es marabunta y orgía; tanto en el festejo como en el combate.
Pero lo terrible es cuando un régimen no sólo quiere mantener a la gente en ese estado de desafuero animal; sino que, además, lo promueve como un valor y, para ser más exacto, como un valor propio de una nueva ética republicana, la del movimiento, la del proceso, porque resulta que en esa ordinariez sin rubor se funda la dignidad del pueblo. Tal es el mensaje, por ejemplo, cuando Chávez señala, con sagacidad extrema, que el rey de España deja en el baño lo mismo que deja él y que dejan todos; ése es el fundamento de su república: la igualdad del retrete. Y no hay más que ver el rumbo que ha tomado la gestión de la cultura, en manos chavistas, para darse cuenta de que su construcción de la sociedad socialista, en efecto, se basa en una atribución de la ciudadanía a título excrementicio.
Viendo, pues, ahora, a semejante régimen definir el contenido de la cultura, me viene a la cabeza el discurso que Thomas Mann escribió –y luego no pudo leer- en 1935, para un coloquio en el Comité Permanente de las Artes y de las Letras, y que llevaba por título Achtung, Europa!, “¡Alerta, Europa!”. Recordando una queja de Goethe sobre los jóvenes de su tiempo, el autor de La montaña mágica advierte, respecto de las nuevas generaciones entonces intoxicadas por el discurso nazi:
“¡Cultura! Las carcajadas jocosas de una generación entera replican hoy a eso. Y se dirigen, obviamente, contra ese término favorito de la burguesía liberal, como si la cultura propiamente dicha no fuera más que eso: liberalismo y burguesía. Como si no representara el contrario de la brutalidad y de la miseria humanas, y, demás, lo contrario de la pereza, de una miserable flojedad que seguirá siendo miserable y floja por muy robusta que se muestre; en definitiva: ¡como si la cultura como forma, como deseo de libertad y de verdad, como vida vivida a conciencia, como esfuerzo infinito, no constituyera la educación moral en sí misma!”.
Decía mi bisabuelo (que no era Thomas Mann) que el peligro del populacho está sobre todo en que no siente vergüenza de sus malas acciones. El gran novelista reconoce efectivamente lo que puede significar ese impulso bestial hacia el caos si, además, un discurso interesado le da forma de valor estético o ideológico:
«Si estas masas modernas fueran sólo primitivas, no serían sino grupos de bárbaros frescos y alegres; uno podría llegar a algún término con ellas, podría esperar algo de su existencia. Pero, además de primitivas, son otras dos cosas que las vuelven, en una palabra, terribles: son sentimentales y son, de un modo catastrófico, filosóficas. A todo esto el espíritu de las masas, aun siendo escandalosamente moderno, habla la jerga del romanticismo; habla del “pueblo”, de “sangre y tierra”, de toda una serie de cosas viejas y piadosas, al tiempo que echa pestes contra el “espíritu del asfalto”…al que en realidad es idéntico. El resultado es una mescolanza engañosa, que chapotea en un tosco sentimentalismo compuesto de palabrería sobre el alma y de bobadas sobre la masa: una mezcla triunfal. Una mezcla que está caracterizando y determinando nuestro mundo.»
Achtung!, pues, “¡Alerta!”, Venezuela.
Tal anuncio no es sino la esquela que proclama una defunción desde hace mucho tiempo advertida. Quizá se dé por supuesto que sus dolientes son los habitués de teatros, museos y librerías; otro sector de la sociedad venezolana que se ve (como los trabajadores despedidos de la industria petrolera, o los antiguos políticos derrocados de sus curules) despojado de un espacio. Pero, en realidad, el secuestro de la cultura supone para el país un trágico triunfo de la víscera, de la canalla, de la bestialidad que ha encontrado entre nosotros puerto libre.
Un signo en la historia de Venezuela ha hecho coincidir las grandes sacudidas políticas con períodos de cierto florecimiento social que, naturalmente, sucumbieron al tumulto. Esto fue muy visible a la hora de la independencia, cuyas sangrientas luchas sepultaron los progresos que en pintura, en música, en literatura, se habían conseguido en los últimos años de la colonia. No nos quedó, como a otras regiones del continente, el sustrato de un orden virreinal; la integración a la sociedad de las clases antes sometidas se logró, primero, en el caos de la guerra, mediante el desbordamiento eruptivo de los odios y los miedos (como quiso hacer ver, por ejemplo, la ficción de Las lanzas coloradas); y luego, tras un lapso que al amparo de la férrea mano de Páez pareció tender al desarrollo de una tímida clase media republicana, el gobierno de Monagas y los regímenes liberales convirtieron a las masas menesterosas en la base social y electoral de demagogos que protagonizaron la recurrente montonera que al fin vino a aquietarse con el señorío feudal de Juan Vicente Gómez. Muerto éste, el sueño de una transición racional a la democracia (entendida no sólo como sufragio, sino como forma de vida) naufragó a la caída de Medina Angarita; y el boom petrolero, que signó la modernización económica, se desplegó entre una dictadura militar y, al ser ésta derrocada, un sistema de libertades políticas borracho de populismo, que a pesar de los momentos de bonanza (y de logros no poco apreciables en la construcción de una sociedad avanzada) no supo orientar al país por la vía del desarrollo. Disueltas, pues, las esperanzas que en él se cifraban, y llegados al estado en el que estamos, cabría preguntarse si nuestro destino es el de ir de la barbarie a la decadencia sin haber pasado por la civilización.
En todas partes la llamada “cultura de masas”, propia de la posmodernidad, ha desacralizado las que antes se consideraban manifestaciones de la “alta cultura”, y ha sacado de sus templos a la ópera, al ballet, a la poesía, a las artes plásticas, para que todo el mundo las pueda contemplar. Es un efecto democratizador de la sociedad de consumo que algunos consideran más bien una vulgarización; sin embargo, esta apertura a la masa espectadora no conculca el valor singular de la obra artística, y la relación que se establece entre ésta y aquélla resulta, al final, autodiscriminante: la significación plena de la obra sólo será comprendida por quien disponga de medios para apreciarla, y el resto se contentará, quizá, con disfrutarla bajo la especie de mero convencionalismo o como objeto decorativo (kitsch, en una palabra). Pero lo cierto es que, bien como cifra del genio humano, bien como cachivache del esteticismo ingenuo, la obra (y el arte como actividad y como presencia en la vida social) ejerce, siquiera, un poder de atracción capaz de revelarle a la gente ideales de orden, de armonía, de belleza, de construcción de la historia.
Sin esa atracción, las vidas en las que las condiciones materiales de subsistencia achatan el espíritu van por el contrario dejándose, cada vez más, ganar por el peso de lo puramente animal; del sentimiento sin desbastar, de la inteligencia que no encuentra nada sobre lo que aplicarse. Y esta animalidad, que en un individuo es ensimismamiento y gruñido, en una multitud es marabunta y orgía; tanto en el festejo como en el combate.
Pero lo terrible es cuando un régimen no sólo quiere mantener a la gente en ese estado de desafuero animal; sino que, además, lo promueve como un valor y, para ser más exacto, como un valor propio de una nueva ética republicana, la del movimiento, la del proceso, porque resulta que en esa ordinariez sin rubor se funda la dignidad del pueblo. Tal es el mensaje, por ejemplo, cuando Chávez señala, con sagacidad extrema, que el rey de España deja en el baño lo mismo que deja él y que dejan todos; ése es el fundamento de su república: la igualdad del retrete. Y no hay más que ver el rumbo que ha tomado la gestión de la cultura, en manos chavistas, para darse cuenta de que su construcción de la sociedad socialista, en efecto, se basa en una atribución de la ciudadanía a título excrementicio.
Viendo, pues, ahora, a semejante régimen definir el contenido de la cultura, me viene a la cabeza el discurso que Thomas Mann escribió –y luego no pudo leer- en 1935, para un coloquio en el Comité Permanente de las Artes y de las Letras, y que llevaba por título Achtung, Europa!, “¡Alerta, Europa!”. Recordando una queja de Goethe sobre los jóvenes de su tiempo, el autor de La montaña mágica advierte, respecto de las nuevas generaciones entonces intoxicadas por el discurso nazi:
“¡Cultura! Las carcajadas jocosas de una generación entera replican hoy a eso. Y se dirigen, obviamente, contra ese término favorito de la burguesía liberal, como si la cultura propiamente dicha no fuera más que eso: liberalismo y burguesía. Como si no representara el contrario de la brutalidad y de la miseria humanas, y, demás, lo contrario de la pereza, de una miserable flojedad que seguirá siendo miserable y floja por muy robusta que se muestre; en definitiva: ¡como si la cultura como forma, como deseo de libertad y de verdad, como vida vivida a conciencia, como esfuerzo infinito, no constituyera la educación moral en sí misma!”.
Decía mi bisabuelo (que no era Thomas Mann) que el peligro del populacho está sobre todo en que no siente vergüenza de sus malas acciones. El gran novelista reconoce efectivamente lo que puede significar ese impulso bestial hacia el caos si, además, un discurso interesado le da forma de valor estético o ideológico:
«Si estas masas modernas fueran sólo primitivas, no serían sino grupos de bárbaros frescos y alegres; uno podría llegar a algún término con ellas, podría esperar algo de su existencia. Pero, además de primitivas, son otras dos cosas que las vuelven, en una palabra, terribles: son sentimentales y son, de un modo catastrófico, filosóficas. A todo esto el espíritu de las masas, aun siendo escandalosamente moderno, habla la jerga del romanticismo; habla del “pueblo”, de “sangre y tierra”, de toda una serie de cosas viejas y piadosas, al tiempo que echa pestes contra el “espíritu del asfalto”…al que en realidad es idéntico. El resultado es una mescolanza engañosa, que chapotea en un tosco sentimentalismo compuesto de palabrería sobre el alma y de bobadas sobre la masa: una mezcla triunfal. Una mezcla que está caracterizando y determinando nuestro mundo.»
Achtung!, pues, “¡Alerta!”, Venezuela.