domingo, 1 de junio de 2008

Achtung, Venezuela! La cultura venezolana y un discurso de Thomas Mann



Aparece en El Universal del 28 de mayo que la Gaceta Oficial de Venezuela anuncia la conversión de veintidós instituciones culturales, ya declaradamente, al ideario del régimen, pues se reconocen obligadas, para el cumplimiento de sus objetivos, a implementar “medidas que garanticen la participación protagónica y la corresponsabilidad activa del pueblo en la formulación, ejecución y control de su gestión, orientada a la construcción de una sociedad socialista”; y se dispone, para el caso particular del teatro Teresa Carreño, que «los programas artísticos y culturales que allí se ofrezcan deben seguir "valores de soberanía e igualdad orientada [sic] a la construcción de una sociedad socialista"».

Tal anuncio no es sino la esquela que proclama una defunción desde hace mucho tiempo advertida. Quizá se dé por supuesto que sus dolientes son los habitués de teatros, museos y librerías; otro sector de la sociedad venezolana que se ve (como los trabajadores despedidos de la industria petrolera, o los antiguos políticos derrocados de sus curules) despojado de un espacio. Pero, en realidad, el secuestro de la cultura supone para el país un trágico triunfo de la víscera, de la canalla, de la bestialidad que ha encontrado entre nosotros puerto libre.

Un signo en la historia de Venezuela ha hecho coincidir las grandes sacudidas políticas con períodos de cierto florecimiento social que, naturalmente, sucumbieron al tumulto. Esto fue muy visible a la hora de la independencia, cuyas sangrientas luchas sepultaron los progresos que en pintura, en música, en literatura, se habían conseguido en los últimos años de la colonia. No nos quedó, como a otras regiones del continente, el sustrato de un orden virreinal; la integración a la sociedad de las clases antes sometidas se logró, primero, en el caos de la guerra, mediante el desbordamiento eruptivo de los odios y los miedos (como quiso hacer ver, por ejemplo, la ficción de Las lanzas coloradas); y luego, tras un lapso que al amparo de la férrea mano de Páez pareció tender al desarrollo de una tímida clase media republicana, el gobierno de Monagas y los regímenes liberales convirtieron a las masas menesterosas en la base social y electoral de demagogos que protagonizaron la recurrente montonera que al fin vino a aquietarse con el señorío feudal de Juan Vicente Gómez. Muerto éste, el sueño de una transición racional a la democracia (entendida no sólo como sufragio, sino como forma de vida) naufragó a la caída de Medina Angarita; y el boom petrolero, que signó la modernización económica, se desplegó entre una dictadura militar y, al ser ésta derrocada, un sistema de libertades políticas borracho de populismo, que a pesar de los momentos de bonanza (y de logros no poco apreciables en la construcción de una sociedad avanzada) no supo orientar al país por la vía del desarrollo. Disueltas, pues, las esperanzas que en él se cifraban, y llegados al estado en el que estamos, cabría preguntarse si nuestro destino es el de ir de la barbarie a la decadencia sin haber pasado por la civilización.

En todas partes la llamada “cultura de masas”, propia de la posmodernidad, ha desacralizado las que antes se consideraban manifestaciones de la “alta cultura”, y ha sacado de sus templos a la ópera, al ballet, a la poesía, a las artes plásticas, para que todo el mundo las pueda contemplar. Es un efecto democratizador de la sociedad de consumo que algunos consideran más bien una vulgarización; sin embargo, esta apertura a la masa espectadora no conculca el valor singular de la obra artística, y la relación que se establece entre ésta y aquélla resulta, al final, autodiscriminante: la significación plena de la obra sólo será comprendida por quien disponga de medios para apreciarla, y el resto se contentará, quizá, con disfrutarla bajo la especie de mero convencionalismo o como objeto decorativo (kitsch, en una palabra). Pero lo cierto es que, bien como cifra del genio humano, bien como cachivache del esteticismo ingenuo, la obra (y el arte como actividad y como presencia en la vida social) ejerce, siquiera, un poder de atracción capaz de revelarle a la gente ideales de orden, de armonía, de belleza, de construcción de la historia.

Sin esa atracción, las vidas en las que las condiciones materiales de subsistencia achatan el espíritu van por el contrario dejándose, cada vez más, ganar por el peso de lo puramente animal; del sentimiento sin desbastar, de la inteligencia que no encuentra nada sobre lo que aplicarse. Y esta animalidad, que en un individuo es ensimismamiento y gruñido, en una multitud es marabunta y orgía; tanto en el festejo como en el combate.

Pero lo terrible es cuando un régimen no sólo quiere mantener a la gente en ese estado de desafuero animal; sino que, además, lo promueve como un valor y, para ser más exacto, como un valor propio de una nueva ética republicana, la del movimiento, la del proceso, porque resulta que en esa ordinariez sin rubor se funda la dignidad del pueblo. Tal es el mensaje, por ejemplo, cuando Chávez señala, con sagacidad extrema, que el rey de España deja en el baño lo mismo que deja él y que dejan todos; ése es el fundamento de su república: la igualdad del retrete. Y no hay más que ver el rumbo que ha tomado la gestión de la cultura, en manos chavistas, para darse cuenta de que su construcción de la sociedad socialista, en efecto, se basa en una atribución de la ciudadanía a título excrementicio.

Viendo, pues, ahora, a semejante régimen definir el contenido de la cultura, me viene a la cabeza el discurso que Thomas Mann escribió –y luego no pudo leer- en 1935, para un coloquio en el Comité Permanente de las Artes y de las Letras, y que llevaba por título Achtung, Europa!, “¡Alerta, Europa!”. Recordando una queja de Goethe sobre los jóvenes de su tiempo, el autor de La montaña mágica advierte, respecto de las nuevas generaciones entonces intoxicadas por el discurso nazi:

“¡Cultura! Las carcajadas jocosas de una generación entera replican hoy a eso. Y se dirigen, obviamente, contra ese término favorito de la burguesía liberal, como si la cultura propiamente dicha no fuera más que eso: liberalismo y burguesía. Como si no representara el contrario de la brutalidad y de la miseria humanas, y, demás, lo contrario de la pereza, de una miserable flojedad que seguirá siendo miserable y floja por muy robusta que se muestre; en definitiva: ¡como si la cultura como forma, como deseo de libertad y de verdad, como vida vivida a conciencia, como esfuerzo infinito, no constituyera la educación moral en sí misma!”.

Decía mi bisabuelo (que no era Thomas Mann) que el peligro del populacho está sobre todo en que no siente vergüenza de sus malas acciones. El gran novelista reconoce efectivamente lo que puede significar ese impulso bestial hacia el caos si, además, un discurso interesado le da forma de valor estético o ideológico:

«Si estas masas modernas fueran sólo primitivas, no serían sino grupos de bárbaros frescos y alegres; uno podría llegar a algún término con ellas, podría esperar algo de su existencia. Pero, además de primitivas, son otras dos cosas que las vuelven, en una palabra, terribles: son sentimentales y son, de un modo catastrófico, filosóficas. A todo esto el espíritu de las masas, aun siendo escandalosamente moderno, habla la jerga del romanticismo; habla del “pueblo”, de “sangre y tierra”, de toda una serie de cosas viejas y piadosas, al tiempo que echa pestes contra el “espíritu del asfalto”…al que en realidad es idéntico. El resultado es una mescolanza engañosa, que chapotea en un tosco sentimentalismo compuesto de palabrería sobre el alma y de bobadas sobre la masa: una mezcla triunfal. Una mezcla que está caracterizando y determinando nuestro mundo.»

Achtung!, pues, “¡Alerta!”, Venezuela.

Odiar al prójimo como a sí mismo: Europa y su mala conciencia


Todavía tiene la tinta fresca la edición española del libro de Pascal Bruckner, La tyrannie de la pénitence (La tiranía de la penitencia. Ensayo sobre el masoquismo occidental. Ariel, mayo de 2008). Más que la descripción de un problema, lo que pinta allí el autor es todo un arquetipo; uno, por cierto, nada infrecuente, y que en medios “americanistas” de Europa se cuenta por legiones.

Los que vieron en su día, por Antena 3, el debate en el que participó la periodista venezolana Nitu Pérez Osuna a propósito del cierre de Radio Caracas Televisión por el gobierno de Chávez, se harán gráficamente idea de lo que refiere Bruckner. Frente a Pérez Osuna, en aquel programa, y representando al régimen venezolano, figuraban dos profesores universitarios, españoles ambos. Ante lo que era, con transparente evidencia, un acto de censura autoritaria por parte del caudillo de Sabaneta, sus dos apólogos (que para eso estaban, claro) recurrían a todo tipo de razones sobre la actividad conspiradora y magnicida de la televisora, y de cuyas más secretas y siniestras maquinaciones tenían ellos noticia de primera mano. Desde luego, cualquier mente inquieta se habría detenido a preguntarse si no serían más de fiar los datos que aportaba la periodista, que, después de todo, había dormido la noche anterior en la Caracas donde vive y trabaja. Pero los dos catedráticos no estaban por la labor de dejarse desautorizar con semejante argumento, y tenían su respuesta preparada; una respuesta que sirve, sobre todo, para advertir con claridad que la obstinación ideológica actúa como aquella adúltera que, protestando inocencia ante su marido, y contestándole éste que la había visto con sus propios ojos, le replicaba: “¡Pues si realmente me quisieras deberías creerme a mí y no a tus ojos!”.

¿Qué contestaron los chavistas madrileños? Pues que Nitu no había vivido en Venezuela, sino en una parte de Venezuela que era ajena a la realidad del país; en una torre de marfil, en una burbuja vítrea. Que no era, en una palabra, una verdadera venezolana. Así, pues, la popular conductora de programas de radio y televisión quedaba de pronto, aquende el océano, desposeída de sus derechos de nacionalidad. ¿Y por qué condenaban, con toda la inmensa autoridad de su sensibilidad social (uno de ellos contó que había pasado tres meses –figúrense Ustedes- viviendo en la “Venezuela real”. ¿Qué podía decir aquella impostora frente a semejante lección de sacrificio?); por qué condenaban, digo, a Pérez Osuna, al limbo de los apátridas? Para comprenderlo había que ver en la pantalla la estampa de aquella mujer: instruida, bien arreglada, correcta en el uso de la lengua (¡de la misma lengua!), respetuosa de los modales…¡occidental, en suma! Una traidora a lo que, según los profesores –deducía uno- debe ser un venezolano que se precie: miserable, analfabeto, harapiento y a medio civilizar; eso sí: puro como un diamante, incorrupto del contacto perverso de la cultura a la que, en maldita la hora, pertenecían los profesores españoles. Claro que ellos eran occidentales auténticos, los desdichados, y ya bastante hacían tratando de lavar la mala sangre con viajecitos solidarios al Tercer Mundo. Pero ¿cómo se atrevía a pretender aquella venezolana a participar de este selecto club de depredadores históricos, en vez de conformarse con su condición de víctima expoliada? Pues no: si no quería ser una venezolana real, es decir, de pata en el suelo, que tampoco pretendiera sentarse a la mesa de Occidente. ¡Apátrida, sin contemplaciones!

La experiencia de Nitu no me sorprende en lo absoluto, pues también yo la he vivido aquí en Madrid con algunos europeos que se han mostrado tan hostiles conmigo como solidarios con los “venezolanos de verdad” (que son, según aquellos espíritus generosos, los que con el gobierno de Chávez han “comenzado a despertar”). Desde luego, yo no pretendo ser ningún emblema de la venezolanidad ni ejercer monopolio alguno en el juicio y las opiniones sobre el país. Simplemente dejo claro que, aunque mis análisis están llamados a producir, como los de cualquier otra persona, una idea sobre Venezuela, me encuentro a mi vez en la circunstancia de ser yo mismo un producto de la realidad que se designa con aquel nombre. Lo cual es también un modo de dejar claro que Venezuela fue primero que yo, y que todos los que la pensamos ahora; porque las utopías europeas siguen empeñadas en fundar el mundo en América y en ponernos en cero el cuentakilómetros de la historia; pero lo cierto es que ya Venezuela cuenta desde hace bastante con una historia y con un desarrollo de cosas que produjeron eso que se llama una cultura; una cultura compleja y problemática, es verdad; una cultura que, como todas las culturas, ha tenido sus forjamientos, sus autores intelectuales, sus circunstancias políticas y económicas, sus imaginarios interesados, etc. Pero mi abuelo, por ejemplo, que a Dios gracias aún vive, nació en 1912 y puedo asegurar que ya nació en Venezuela, y a lo largo de un siglo la ha visto transformarse y discurrir por caminos mejores o peores, sin que hubiéramos estado "dormidos" o cosa parecida. La historia ha pasado por nosotros y nosotros por ella, aunque el resto del mundo no se hubiera enterado demasiado. Y esa historia tiene unos vínculos con la cultura llamada occidental que, buenos o malos, son ya a estas alturas insoslayables; porque aún se discute en Europa si en América Latina debemos o no debemos ser occidentales, y se rasgan las vestiduras por habernos infectado de aquel pecado original, y se buscan -y nos buscan, sobre todo- las vías de redención. Pero lo cierto es que, por más que periféricos, los latinoamericanos no necesitamos pedirle a Europa autorización ni visto bueno para ser occidentales. Lo somos, aunque moleste, como esos hijos de amante que perturban la tranquilidad del matrimonio legítimo, pero a los que no puede quitárseles ni la sangre de las venas ni el sospechoso parecido que guardan con el disoluto padre. Eso significa, pues, que a quien quiera venir ahora a crearnos ex nihilo, y a decirnos que hasta este momento los venezolanos vivíamos fuera de nuestro destino, o que no hemos debido ser, o que nunca fuimos, yo le reclamaría, además de respeto, un mínimo sentido del ridículo.

También pediría yo, a esas pretensiones de reforma zaratústrica del mundo, respeto por otro motivo (y aunque en realidad fuera clemencia lo que sus apólogos querrían obligar a pedir): y es que, de pronto, cuando los ángeles vengadores del socialismo empuñan sus flamígeras espadas, todos los demás quedamos convertidos, por definición, en las bestias diabólicas de intereses oligárquicos y mezquinos. Pero aquí la ideología no actúa como en el apocalipsis bíblico, que juzgará por aquel libro de culpas individuales in quo totum continetur, sino que el bien y el mal se simplifican y se definen en la adscripción revolucionaria. Como ha dicho Hugo Chávez, en pleno frenesí parusíaco, el que no está conmigo está contra mí; y punto. Por eso se puede matar, saquear o robar impunemente, siempre que se haga bajo el estandarte de la revolución; porque esos no son crímenes; eso es hacer patria, del lado de los justos. Los europeos, con su leyenda negra sobre América en la cabeza, están muy ganados para esta idea de una sociedad que se divide entre buenos y malos. Tienen la cortesía (los intelectuales) de contarse entre los malos por maldición de su naturaleza europea, pero se quitan la mala conciencia dándose golpes de pecho mientras claman contra sí mismos: "¡Explotador! ¡Explotador!", a la vez que reivindican el derecho al desquite a saco por parte de los pobres oprimidos. Claro que todo ello a prudente distancia, desde los despachos de sus universidades, de sus oenegés, de sus plataformas, de sus think-tanks, cobrando sueldos de grandes especialistas y viajando a cuerpo de rey. Son todos muy cívicos: tienen sus parlamentos, su seguridad jurídica, sus instituciones creíbles, sus controles, sus marcos constitucionales, sus izquierdas democráticas. La revolución, en África o en América Latina, que para eso están. Se cumple, una vez más, aquel aserto de que no hay cuña peor que la del mismo palo; porque, como el judeoconverso Torquemada mandando a quemar judíos, hete aquí a estos luchadores de la justicia social cubriendo de maldiciones, desde sus púlpitos académicos, a todos los que en Latinoamérica ambicionan lo mismo que ambicionan ellos: una vivienda, un automóvil, una buena educación para sus hijos, y el acceso a los bienes de consumo que el siglo XXI pone a disposición del hombre. Pues aunque cualquier europeo de a pie se entiende a sí mismo como integrante de una laboriosa clase media, cuyas formas de vivir y de poseer encuentra más o menos razonables, resulta asombrosa la enorme resistencia que muestra para reconocernos a los latinoamericanos el derecho a la misma condición. Se trata, en el fondo, de otra forma cualquiera de discriminación: la imposibilidad total de admitir la normalidad o semejanza del otro. Tiene razón Bruckner cuando habla en su libro de “la vanidad del odio a sí mismo”, señalando a Europa por ejercer un “paternalismo de la mala conciencia: considerarse los reyes de la infamia es tanto como seguir en la cima de la historia. Desde Freud sabemos que el masoquismo sólo es un sadismo a la inversa, una pasión por dominar dirigida contra uno mismo. Europa sigue siendo mesiánica en un tono menor, militante de su propia debilidad, exportadora de humildad y cordura. Su aparente desprecio de si misma a duras penas esconde una extrema fatuidad”. Y esta fatuidad nos perdona la vida siempre que nos ajustemos a la imagen que, según ellos, es la que nos corresponde: la de la comuna, la del campamento guerrillero, la del cenáculo proletario; la del buen salvaje, en suma, que quiere tanto preservarnos en la bondad como en el salvajismo.

Las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, Premio Príncipe de Asturias



Alguien que conozco -y que no suele regalar los halagos- no duda en decir que José Antonio Abreu es el venezolano más importante del siglo XX. Quien sepa de su obra con las orquestas juveniles e infantiles de Venezuela, y, sobre todo, quien haya experimentado en una sala de conciertos la indescriptible magia (perdóneseme el lugar común, pero no encuentro otra expresión más exacta) de verlas y escucharlas, juzgará apenas exagerada aquella afirmación. El reconocimiento a una tarea que merece tantos elogios llega ahora con la concesión del premio Príncipe de Asturias al sistema de orquestas y a su creador.

No tengo, en realidad, noticia cierta de las simpatías que Abreu pueda tener por el régimen de Chávez. Leí, hace unos meses, la encendida carta de Paquito D´Rivera en la que le reprochaba una actitud que no se sabe si es de colaboracionismo o de mera vista gorda respecto de la revolución bolivariana; y otros comentarios por el estilo he escuchado también en bocas de melómanos y gentes de la cultura. Aun el artista más evadido y ajeno a las posturas políticas tendría razones, siquiera por la destrucción del teatro Teresa Carreño y de otros espacios culturales, para adversar a Chávez. Y, por pura convicción, el ejemplo de Toscanini ante el Duce se erige como espejo moral para todos los personajes y circunstancias análogos. Pero también es verdad que un principio fundamental de la legislación es que la conducta heroica no debe ser exigible; y menos aún cuando está de por medio una obra que tantas vidas compromete y que se ha levantado con tanto sacrificio. Toscanini volvió muy anciano a reinaugurar La Scala cuando la imagen más popular de Mussolini era la que lo mostraba colgado por los pies; pero, incluso bajo la promesa de que no hay mal que dure cien años (o que cien años dure, como se dice en España) ¿quién podría esperar el rescate de las obras interrumpidas en un país que, en el célebre Helicoide de Caracas, ha levantado un monumento eterno a la iniciativa para siempre inconclusa?

El Príncipe de Asturias, en cualquier caso, se significa sobre todo por la proyección internacional que da al trabajo de Abreu, desde hace mucho conocido y admirado entre los venezolanos. Al ser tan grande, sin embargo, su valor como empresa social, se corre el riesgo de que queden preteridos otros aspectos relacionados propiamente con su dimensión artística. Por fortuna, figuras como Edicson Ruiz o Gustavo Dudamel tienen la capacidad de hacer que hasta el público más exigente se los tome en serio, y no cabe duda de que su promoción como "productos Abreu" llevará a que el fenómeno se asocie a buen hacer musical y no sólo a meninos de rua (algo que, por cierto, no es tampoco exacto, pues la obra premiada destaca además por su pluralidad social y, en consecuencia, por su capacidad integradora). Es, de hecho, en esa notable calidad de sonido donde radica la diferencia entre la iniciativa de Abreu y otras como la orquesta del Diván de Daniel Barenboim, en cuyas presentaciones se aplaude sobre todo por amor a la paz.
Más chocante resulta el gesto extrañado de que la música clásica suene tan bien cuando la tocan intérpretes venezolanos. Nuestra relación con la gran tradición musical de Occidente es mucho menos ajena de lo que suele pensar todo el mundo: ya a principios del siglo XIX Humboldt se admiró escuchando tocar en Caracas a los músicos del padre Sojo, que había formado su pequeña orquesta (la Escuela de Chacao) con pardos y con blancos pobres, y cuyas composiciones recordaban bastante a Haydn, a Mozart o a Pergolesi. De una saga familiar de músicos completamente criolla salió Teresa Carreño, saludada, en su momento, como la más grande pianista del mundo. Tampoco nos faltó, ya en el siglo XX, nuestra propia vanguardia nacionalista, al estilo de Falla o de Rimski-Korsakov. Un operómano londinense o neoyorkino se alegrará, de seguro, si en una tienda de discos hace el hallazgo de una Manon Lescaut en la que algún micrófono furtivo dejó registrado el espléndido encuentro de Magda Olivero y Richard Tucker; y si se fija en el lugar de la grabación encontrará que es Caracas, en una temporada regular de las que ofrecía su Teatro Municipal hace ya varias décadas. Pero aun en el joropo y en el arpa que se tocan en los llanos susbisten, para un oído atento, los ritmos cortesanos de un Domenico Scarlatti o de un Boccherini. Verdad es que parece muy probable que, sin encontrarse con Abreu, los niños y jóvenes de las orquestas que hoy reciben el Príncipe de Asturias no se hubieran enterado de quiénes fueron esos Beethoven y Mahler que (¡Mahler!) interpretan tan bien. En sus conciertos, por otro lado, han adoptado un "estilo propio" bastante lúdico, "caribeño", a veces vestidos con aquellas amplias chaquetas cuyos colores, para quienes no sepan reconocer en ellos los de la bandera, recordarán más bien los de los guacamayos. Pero este rasgo de exotismo, que no deja de ser en buena medida publicitario, no significa, ni mucho menos, que nuestra relación con la música más compleja de Occidente sea un caso análogo al de aquellos japoneses que hace algunos años crearon una orquesta de salsa, bailándola por pasos medidos y cantando las letras por remedo fonético.

Digo todo esto porque conviene evitar juicios demasiado simples teniendo en cuenta, primero, que el movimiento de Abreu se inscribe en una larga tradición de empresas y fenómenos musicales bastante característicos de nuestro país; y, segundo, que lo que el premio reconoce ahora es un trabajo que hace ya bastantes años lleva adelante el maestro. Creo que recordarlo no era necesario para los venezolanos, pero quizá sí para los que, teniendo un conocimiento muy superficial sobre Venezuela, se hacen eco de la fábula que pretende que el de Chávez es un gobierno "para los pobres". Pues sería un grave error de percepción pensar que lo de las orquestas juveniles e infantiles es cosa de Chávez; incluso si Dudamel declara en España que "Chávez ha apoyado al sistema de orquestas" (lo cual es una forma agradecida de decir que el sistema de orquestas tenía que ser apoyado por el gobierno, por cualquier gobierno, para poder continuar su obra).
La fama de Dudamel es de verdad extraordinaria; cada uno por sus méritos, es ahora mismo, con el caudillo y con Carolina Herrera, el venezolano de mayor figuración mundial. Creo que, llegado a este punto, ya podría disponer de autoridad y autonomía suficiente para criticar lo que quiera sin temor a perder patrocinio; pero, en fin, se ve que el régimen le cae en gracia. Lástima, porque parece claro que ningún gobierno había sido, como éste, tan funesto para la cultura venezolana.

El premio de Yon Goicoechea


Cuando se conmemoran cuarenta años del célebre Mayo Francés, el Cato Institute acaba de conceder (suerte de reorientación ideológica de la conmemoración) el Premio Milton Friedman para el Avance de la Libertad a Yon Goicoechea, un estudiante venezolano de 23 años. La significación del galardón, que antes había reconocido sólo largas trayectorias como la del ex­primer ministro estoniano Mart Laar o la del economista Hernando de Soto, y la extraordinaria dotación económica que lo distingue (medio millón de dólares), son claramente un espaldarazo de las fuerzas internacionales comprometidas con el pensamiento liberal a un movimiento que aún puede considerarse en ciernes, y cuyo objetivo político y social no sólo no se ha conseguido, sino que no proyecta, siquiera, el alcance que ha de tener sobre el destino de Venezuela. Goicoechea ha señalado que, más que una labor personal, el Cato ha valorado en conjunto toda la iniciativa que desde 2007 se ha expresado en movilizaciones y protestas articuladas desde los centros de estudiantes de varias universidades nacionales, y de la que ciertamente el premiado, en representación de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), ha sido una cabeza visible junto a Stalin González (de la Universidad Central de Venezuela) o a Freddy Guevara (de la misma UCAB). No obstante, y aunque la apreciación de Goicoechea no es un mero brindis, sino bastante exacta –pues en realidad se ha tratado de un fenómeno muy plural y de responsabilidades muy repartidas-, parece que la intención del premio es destacar deliberadamente un nombre capaz de capitalizar, en forma de liderazgo reconocible, los méritos fuenteovejunescos.


La renovación generacional ha constituido un punto clave en el drama político venezolano de las últimas décadas. Cuando empezaron a crujir las bases del Estado echadas en 1958 por el Pacto de Punto Fijo, una de las voces que con más insistencia advirtió de la crisis fue la de Arturo Úslar Pietri, que casi nonagenario fue incorporado, con otros intelectuales, a un llamado Consejo de Notables que debía haber asesorado al gobierno de Carlos Andrés Pérez, y cuyas opiniones, no vinculantes, cayeron en saco roto. Con este órgano de naturaleza extra-constitucional la política del país comenzó a buscar desahogos en fuentes exteriores al oficio; y al ser Pérez más tarde objeto de un impeachment que debilitó considerablemente la solidez de la figura presidencial, quedó la máxima magistratura a cargo del historiador Ramón J. Velásquez, venerable prohombre que identificaba el cargo con una autoridad gerontocrática de naturaleza moral. La misma que, tras ganar las elecciones del 93, heredaría Rafael Caldera.

De poco le valió a Caldera volver al gobierno desmarcado de su partido tradicional, COPEI, y bajo la forma de una concertación en la que se integraban figuras de izquierda que hasta entonces habían esperado su turno en la escena política. Agobiado por una enorme crisis en el sistema financiero, del liderazgo del anciano presidente hubiera podido decirse lo que Theodor Lessing predijo ante el gobierno del mariscal Hindenburg: “Un Cero que prepara el terreno a un Nero”. La sensación de inercia en la conducción del país se había instalado en los venezolanos cuando reapareció, después de indultado, la figura vigorosa del antiguo golpista convertido en candidato. Acción Democrática, el principal partido de oposición, que incluso tras la debacle de Carlos Andrés Pérez estaba lejos de considerarse caído, incurrió sin embargo en el error estratégico de oponer, al hiperactivo Chávez, un aspirante decrépito y caciquil. El teniente coronel ganó con un 55% de abstención que daba cuenta de la enorme apatía producida, en un país con una media de edad de 26 años, por todos los asuntos de cuenta de aquellas generaciones que, ya con más sombras que luces, habían pasado a la historia de la república.

En cuanto se presentaba como ruptura con el pasado, Chávez no podía, en principio, molestar a la juventud. Había que esperar a que sus actos de gobierno comenzaran a poner por obra las políticas directrices del régimen, para prever las reacciones. Éstas, que comenzaron en 2001, tras la convocatoria de la Asamblea Constituyente, descubrieron la vocación totalitaria del gobierno y comenzaron a sentirse en la calle, sobre todo después de conocerse el proyecto de Ley Orgánica de Educación, el llamado Proyecto Educativo Nacional, el decreto 1.011 y otros instrumentos legales destinados a intervenir en los modelos educativos hacia un sistema de control ideológico y partidista por parte del Estado. Atinente todo esto a la formación escolar, los universitarios permanecieron al margen de las protestas, que fueron incorporando otros temas según avanzaba el proyecto “bolivariano”.

No fueron pocos los análisis y comentarios, en la prensa y otros medios de comunicación, que denunciaron aquella indolencia. Así, por ejemplo, a propósito del Día de la Juventud (que en Venezuela conmemora la participación de los estudiantes en la guerra de independencia), un columnista (Eddie A. Ramírez) dejaba en las páginas de El Universal, en 2005, la siguiente reflexión:

"Siempre se afirma que son los jóvenes quienes cambian el curso de la historia ¿Lo harán en esta hora aciaga para Venezuela? Hasta ahora han brillado por su ausencia […]. Es preocupante apuntar que mientras octogenarios como Tejera París y Pompeyo Márquez siguen luchando por la democracia, sólo apreciamos un grupo pequeño de jóvenes entre veinte y treinta años que están comprometidos […]. Cabe reflexionar sobre el fracaso de las generaciones de la época de los cuarenta y primera mitad de los cincuenta, que no sólo fallamos por construir un mejor país para todos, sino también en inculcarles a los jóvenes inquietudes y espíritu de lucha para defender principios y valores."

El acicate necesario para provocar la reacción de este grupo social aletargado por tanto tiempo, llegó, sin embargo, en mayo de 2007. Se trataba ya de un acto por parte de Chávez que no podía confundirse con el deterioro inercial de la economía o de la calidad de vida; o que, como en los episodios electorales, no se consolaba con la rutina de seguir bajo el mismo régimen y declinar las alternativas inciertas. La clausura de Radio Caracas Televisión (RCTV), la más antigua televisora del país, fue percibida por los jóvenes como un despojo que afectaba, por lo demás, el medio de comunicación que les era más sensible. La fecha en que comenzó la movilización, 28 de mayo, remitía cabalísticamente a otro 28: el del año en que surgió aquella generación de universitarios opuestos a la dictadura de Juan Vicente Gómez, y que con Rómulo Betancourt a la cabeza fue el germen del programa modernizador destinado a incorporar, en la política ciertamente, pero también en el comercio internacional y hasta en la literatura, aquella Venezuela rural al curso del siglo XX.

Las acciones del movimiento estudiantil, cuyas redes de organización se extendieron rápida y eficazmente por las diversas universidades públicas y privadas del país, se han concentrado hasta ahora en protestas pacíficas (marchas, concentraciones, sentadas) que han demostrado un gran poder de convocatoria y que suman ya más de 40. También han presentado pliegos de peticiones ante los distintos órganos del poder público venezolano, y han expuesto sus demandas en foros internacionales como la Unión Europea y, recientemente, la Casa de América en Madrid. De gran impacto en la opinión pública han sido los efectos de la represión que el gobierno de Chávez les ha opuesto, con consecuencias cruentas –aunque no mortales- en algunas ocasiones.

Sin embargo, lo que nació como un acto de revulsión casi espontánea se enfrenta ahora a la tarea de adoptar alguna forma institucional capaz de darle una presencia coherente y clara en la lucha por el juego democrático. Como fuerza política, es decir, capaz de intervenir en la toma de decisiones, la acción de los estudiantes se consolidó en el referéndum del 2 de diciembre de 2007, en el que la propuesta de reforma constitucional que debía haber aumentado los poderes de Chávez fue rechazada por el electorado (y su resultado, además, reconocido por el gobierno). Pudiendo exhibir ese triunfo (la potencia chavista había sido hasta entonces imbatible), ¿cómo aprovecharlo a favor de una propuesta visible y productiva?

La publicación de un libro, Estudiantes por la libertad, con prólogo de Yon Goicoechea , parece revelar la intención de articular por escrito un mensaje bajo el cual pueda definirse la militancia del colectivo. Este mensaje, sin embargo, se debate entre limitaciones a las que sus líderes ponen mucho interés en atender, de modo que, aunque se definan negativamente (esto es, más por lo que no quieren que por lo que quieren), no hay duda de que forman, esas limitaciones, parte de una estrategia. Lo primero que intenta evitarse, según resulta evidente, es un discurso que contribuya a acentuar la enorme polarización de la sociedad; por el contrario, se insiste en un planteamiento inclusivo, para lo cual todas las protestas y reivindicaciones se formulan bajo la especie de principios generales de convivencia y democracia: “libertad de expresión”, “autonomía universitaria”, “pluralismo”. Se critican, por tanto, los actos concretos del gobierno, pero no al gobierno o al presidente como tales. Tampoco, frente al discurso marcadamente ideológico de Chávez (socialismo, aintiimperialismo) se presenta una postura que pueda clasificarse fácilmente bajo los rótulos convencionales de las doctrinas políticas: “Esto no es una guerra entre izquierda y derecha. Creemos que Venezuela tiene que tener una democracia. La democracia significa respeto. La democracia significa libertad de expresión. La democracia significa decir lo que uno quiera sin ser reprimido”, ha dicho Goicoechea en entrevista al Washington Post, el 2 de diciembre de 2007. Prefiriendo sustituir el ideario por un símbolo, han asociado su defensa de la no-violencia con la figura de Luther King (y encuentran, además, con ello, sintonía entre los recientes movimientos cívicos que, hasta el caso del Tíbet, han tenido gran resonancia mundial). Ante la necesidad de un nombre que postular, Goicoechea insiste en los principios de la libertad negativa sin sustraerse a la solidaridad, estructurando una propuesta centrista, de fondo liberal pero atenta a las demandas sociales; el nombre para designarla es Humanismo Libre:

"El Humanismo Libre no es más que la comprensión del hombre en sus distintas dimensiones: (i) individuo-sociedad, (ii) material-espiritual y (iii) local-universal. No es una ideología política sino un concepto existencial que considera la responsabilidad, la tolerancia y la libertad, agrego la solidaridad, como atributos inseparables de la humanidad. El Humanismo Libre propugna la democracia con contenido social como modelo de convivencia, en ella pueden articularse el desarrollo libre de las capacidades de cada hombre y la necesidad de contribuir al desarrollo de la sociedad. Lo que planteamos como venezolanos que creemos en la democracia con contenido social, es que el hombre es libre y productivo, en tanto contribuya a la libertad y la productividad de sí mismo y de otros. En tal sentido, debe entenderse que la solidaridad con los demás nunca puede ser “ideologizante” ni impositiva, porque perdería su naturaleza y se convertiría en esclavista. Además, entiende que la solidaridad es humana en tanto se acompañe de la realización de los sueños y la potenciación de las capacidades individuales."

El nudo gordiano, sin embargo, continúa siendo el de la representatividad: ¿hay que mantenerse al margen de los partidos o, por el contrario, deben los estudiantes apuntalar la figura de estas instituciones de mediación política para fortalecer la democracia? En un artículo reciente (“¿Cuál movimiento estudiantil”, El Universal, 29 de mayo de 2008) Agustín Blanco Muñoz muestra su escepticismo sobre lo que juzga otra forma de medro político. Para los líderes del movimiento, la formulación partidista se aparece como la lumbre para las mariposas: atractiva, desde luego, pero como amenaza peligrosa de acabar, al final, quemándolos.

No se puede, con todo, menos que reconocer que los estudiantes universitarios ostentan un título más que justo para intervenir en coyunturas como la que vive Venezuela actualmente: por un lado, y como herederos del futuro, resulta evidente que su calidad de vida y sus posibilidades de desarrollo humano dependerán en gran medida de las decisiones políticas, económicas y sociales que se tomen en el presente; por otra parte, porque la conciencia ciudadana que tanto se postula como condición indispensable para el perfeccionamiento democrático gana mucho cuando se asocia el conocimiento a un sentido de participación en la responsabilidad nacional.

Ahora bien:

-Un examen menos simplista que el que suele hacerse muestra que el proceso de descomposición del sistema de partidos en Venezuela no obedeció, en propiedad, al fracaso de la institución como tal, sino a la incapacidad de sus cuadros para renovarse y para representar en pureza los idearios que debían animarlos, y que fueron abandonados en beneficio de intereses personales y de clientelas corruptas. El régimen de Chávez ha sabido imponerse como una autocracia de visos mesiánicos reforzando su personalismo contra la memoria de los partidos preexistentes, en cuya infamación eterna se ha concentrado el discurso oficialista para construir una visión de la historia según la cual toda institución política anterior al actual gobierno era espuria y perversa, y, por lo tanto, en lo absoluto merecedora del nombre de democrática.

-Se impone, para los estudiantes, una revisión de la historia política del país que lleve a superar, ante su propia convicción y ante la conciencia nacional, el relato maniqueo extendido por el chavismo; de modo que, como en la célebre frase de Ortega, se entienda que las soluciones no pasan por la abolición del uso junto con la del abuso, sino que es necesario volver sobre las conquistas imperfectas para mejorarlas y para conseguir la implicación de todos los sectores de la muy desigual sociedad venezolana en la vida nacional.

-Sin embargo, este empoderamiento general, que Chávez ha enfocado en términos revolucionarios (esto es, de destrucción caótica del pasado y entrega irrestricta al proyecto redentor), debe ser planteado, en contraposición, como construcción de un orden. Requiere, por lo tanto, un desarrollo teórico de tipo programático, que incida directamente –y para esto resulta en verdad propicia la interdisciplinariedad académica- sobre problemas concretos de la vida nacional. Por lo tanto, es necesario insistir en la construcción de un ideario no sólo filosófico sino político, esto es, un modelo de ejercicio y orientación del poder hacia objetivos prácticos de desarrollo.

-La conformación de partidos políticos nuevos, o la adscripción renovada a los preexistentes (cuyos mecanismos internos de participación y objetivos fundamentales deben ser objeto de amplios debates en los que se haga transparente el proceso de renovación) no sólo no pueden ser un tabú, sino que la vida democrática, en buena medida, depende de la subsistencia y vitalidad de esas instituciones. La participación activa en los cargos públicos, además (como en el caso de Stalin González, que se ha postulado a la alcaldía del municipio caraqueño de Libertador, en manos del chavismo), es legítima y aun consecuente con la limpieza de intenciones sobre el destino del país.

Mirando la filmación del discurso de Goicoechea al recibir su premio, advierte uno que va en la dirección de lo que debe ser un liderazgo moderno, liberal y propio de un país desarrollado; ojalá que su generación se reconozca mucho más en esta forma de entender la política que en el estilo demagógico que caracterizó al siglo XX. Y ojalá que la tentación del carisma populista no sea demasiado grande para estos muchachos cuando se despeje ante ellos una vía de acción política; algo que, como se ha dicho, deben procurar. Yo creo que este premio, con el enorme prestigio de una institución como el Cato y del nombre de Milton Friedman, compromete todo el perfil futuro de Yon Goicoechea y le confiere una suerte de apostolado en el pensamiento liberal que está obligado a honrar. Ahora la formación de sus ideas políticas debe completarse con un repertorio obligado, que le será máximamente esclarecedor: Hayek, Von Mises, Oakeshott, Rawls, Hanna Arendt, Octavio Paz. Es un gran avance respecto de Betancourt, por ejemplo, que forjó su personalidad política bajo el catecismo de Lenin y del pensamiento antiimperialista del que después tuvo más bien que alejarse para poder gobernar en democracia. La cartilla de Goicoechea es bastante más de fiar. Y, claro, no todo son ideas, sino que hay que tener un buen conocimiento de la sociedad a la que deben aplicarse, pero en esto los estudiantes venezolanos tienen ya un terreno muy abonado, porque han luchado a pie de calle. En vista, sin embargo, de esa ventaja suya sobre las generaciones anteriores deben prepararse para un combate más duro, pues como advertía Carlos Rangel, previendo el regreso de un régimen autoritario: “Una sociedad venezolana hoy razonablemente moderna, inmensamente más compleja, politizada y habituada a ser halagada por ofertas populistas, realizadas a medias mediante la liquidación acelerada del petróleo, haría forzosa no una dictadura limitada, una dicta-blanda, como se suele decir, sino una tiranía brutalmente represiva y resuelta a gobernar indefinidamente, como han sido las del Cono Sur, justamente por la complejidad y el adelanto relativo de aquellas sociedades”.

"Alicinotopía"


Alain Rouquié ha llamado a América el continente de los malentendidos: parece, en efecto (y como se ha repetido hasta la saciedad) que desde la llegada de Colón todas las formas de aproximación a esta realidad que se interpone entre el Atlántico y el Pacífico han estado distorsionadas por una visión errática. Pero esta visión ha tenido (y tiene, pues hay quien no da aún por terminado el descubrimiento) dos variantes. Por un lado, el hallazgo de lo americano se asume como experiencia, en ambas acepciones de esta palabra: al primer golpe como fenómeno, como suceso, como acontecimiento; y luego como suma y poso de aquello que se sabe, como hábito, como conocimiento adquirido. El hombre que vive la experiencia de América la integra a su propia experiencia, y echa mano de ésta para interpretar aquélla: es, por tanto, el que llama las cosas americanas con nombres europeos; el que explica la fauna, la flora y los hombres según modelos que pertenecen al mundo del que proviene. Ahora bien: los autores que han tratado este asunto suelen denunciar la arbitrariedad de aquella interpretación cayendo en una ingenua superstición que aparece ya registrada en el diálogo platónico de Crátilo: la creencia de que la elaboración cultural de las cosas (por ejemplo, el nombre que se les da) debe responder a una phýsis, a una correspondencia natural entre su manera de ser y la de designarlas o interpretarlas. Tal ingenuidad, según la cual el verdadero nombre de las cosas americanas ( y, por tanto, su verdadera esencia) era el que ellas tenían en la época prehispánica -pues los indígenas (llegados alguna vez de Asia, no se olvide) eran los auténticos poseedores de aquella naturaleza que, como se ha dicho, estaba prístinamente inscrita en sus hábitos, lenguas y formas de vida- abona la idea de una América también “verdadera” que subyace a la deformación eurocéntrica y que, por tanto, es necesario encontrar bajo los “falsos” ropajes con que españoles y portugueses quisieron disfrazarla.

Tal comprensión de las cosas tiene, además, una consecuencia que se adivina fácilmente, y es que pone a la América precolombina del lado de la naturaleza, y a la posterior a 1492, en cambio, del de la cultura; con lo que queda escindida la condición humana, como en la herejía albigense, en las dos partes que le son característicamente constitutivas, pues no es el hombre otra cosa que un organismo natural creador de cultura. Aquí, en cambio, el europeo queda desnaturalizado y el indígena queda alienado, como si, en el primer caso, los valores de la cultura occidental no tuvieran ninguna relación con los fines del hombre, y, en el segundo, como si algo inherente al ser de los indígenas los hiciera impermeables, eternamente extraños, a la nueva dinámica cultural impuesta por los conquistadores.

La segunda manera que adquiere la visión deformada del hecho americano se deriva entonces, precisamente, de creer –primero- que es necesario hallar la verdadera naturaleza americana; y luego, paradójicamente, de buscarla no mirando al americano, sino a idealizaciones instaladas desde los tiempos más remotos en el ensueño de los hombres. Tal contradicción obedece a que la utopía implica, por definición, el ser todo aquello que no se es ahora; existe por contraposición, incluso por aniquilación, de lo presente, y por tanto se la anhela y se la estima en la medida que se desprecia lo actual y se abjura del hic et nunc. Otro rasgo es que la utopía es más perfecta cuanto más inalcanzable, de modo que la destrucción de lo existente no depende, de manera inmediata, de su sustitución por algo mejor; es, cuando más, una liberación, pero no necesariamente una ganancia (por eso el discurso utópico se dirige mucho más al argumento de la emancipación que al del bienestar). Y tal es la causa de que el tiempo utópico tenga, por lo general, un trazado cíclico, de recuperación de la inocencia: porque, pospuesto el futuro hasta donde alcance a mirar el idealismo, la destrucción de lo actual invierte la marcha de la historia y pone a la sociedad a avanzar hacia el atraso, hacia los tiempos en que no se había ganado siquiera lo que hasta ahora se tenía.

Reconozco que Alicinotopía no es un nombre demasiado eufónico para un blog. Tampoco pretende ser, por cierto, una de esas denominaciones alternativas (como la Indoamérica de Haya de la Torre) que han querido proponerse para zanjar la cuestión del nombre -por precepto el primer asunto del que se debe ocupar todo aquel que quiera iniciarse en la sofística de nuestro telúrico misterio trinitario, indio, blanco y negro, tres y la misma persona. Alicinotopía, con poca fortuna sonora, es apenas un enfoque: el que pretende acercarse a Latinoamérica como un lugar (τόπος, topos) que “de verdad” (αληθινός, alíthinos) existe, y no más como aquel mercado de promesas fabulosas del que unos sacan tanto provecho y otros tanto desencanto. El adjetivo de que me sirvo para inventar el neologismo deriva de la palabra griega cuya transcripción fonética da origen en español al nombre Alicia, y cuyo significado es, entonces, “verdad”. Alicia es además, en lo personal, un nombre muy importante para mí; y otro, el de mi mujer, que es Clara, apunta, sin necesidad de tener raíz helénica, al mismo referente. Pues bien: la intención de este enfoque que privilegia el sentido de la realidad (para usar una expresión de Isaiah Berlin) no se endereza sino a que los latinoamericanos trabajemos en mejorar aquello que de verdad somos y tenemos, de modo que ante la alharaca fascinadora de los que a cambio de exaltarlos en el poder nos ofrecen el mapa del país de las beatitudes, contestemos aplomados con la expresión que Quevedo utilizó para traducir la palabra Utopía: “No hay tal lugar”.