La utilización política del concepto de dependencia por el antiamericanismo latinoamericano más reciente plantea una revisión conceptual cuando están a punto de cumplirse cuarenta años de la publicación, en la editorial Siglo XXI, del libro Dependencia y desarrollo en América Latina. Ensayo de interpretación sociológica, firmado por Enzo Faletto y Fernando Henrique Cardoso, ambos por entonces economistas de la CEPAL. Con ánimo de conmemoración han aparecido en España, recientemente, dos textos significativos: en primer lugar, una antología del Ministerio del Exterior y de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo (AECID), que, bajo el título Teoría de la Dependencia, incluye desde luego a los autores citados; algo más tarde, un artículo del propio Cardoso en la revista Pensamiento Iberoamericano: “¿Nuevos Caminos? (Reflexiones sobre algunos desafíos de la globalización)”. El prólogo del texto de la AECID, a cargo de Juan Maestre Alfonso, termina con una justificación que es a la vez desiderátum, y que postula como “justa y necesaria”, ya que “no se han resuelto los problemas”, una “neorehabilitación actualizada (sic) de la Teoría de la Dependencia”.
El artículo de Fernando Henrique, sin embargo, se revela mucho menos nostálgico: “Después de la caída del muro de Berlín, simbolizando el fin de la bipolaridad entre la Unión Soviética y los Estados Unidos (o el “mundo libre”, como pretenciosamente se calificaba el bloque occidental), y después de los avances tecnológicos, con predominio de la high tech y de la revolución de los medios de comunicación y de transporte, el mundo es otro. Ni mejor ni peor, pero diferente”. Desde luego, para un autor que fue, primero, uno de los constructores del marco teórico latinoamericano sobre el que se fundamentaron los ideales de desarrollo hacia adentro, y, posteriormente, el artífice de las políticas de apertura y de privatización de su país, la consideración de la realidad -y en consecuencia de las estrategias aplicadas a ella- como un contexto dinámico se convierte en toda una clave hermenéutica. Si bien es cierto que “los problemas no se han resuelto” y que, por lo tanto, la reflexión sobre la circunstancia continental es más que nunca legítima y urgente, el nuevo paradigma del mundo globalizado la enmarca forzosamente en un escenario del que no se puede sustraer. Y la prueba, para el expresidente brasileño, de la forma en que, con todas las reivindicaciones del discurso nacionalista, la Weltanschauung de nuestro tiempo no puede sino contar con la dimensión mundial de los intercambios económicos, no es otra que la línea seguida por el gobierno de su más cercano adversario político, Luiz Ignacio Lula da Silva.
A pesar de la originalidad latinoamericana y tercermundista que reivindicaban los teóricos del dependentismo, la genealogía de sus influencias es señalada por Celso Furtado en la Introducción a su libro Desarrollo y subdesarrollo, escrito en 1961: “El marxismo fomentó una actitud crítica y de desacuerdo; la economía clásica sirvió para imponer una disciplina metodológica, sin la cual se produce la desviación hacia el dogmatismo, y la eclosión keynesiana favoreció la mejor comprensión del papel del Estado en el plano económico, abriendo nuevas perspectivas al proceso de reforma social”.
Por lo que toca a la noción centro/periferia sobre la que Faletto y Cardoso, tras las huellas de Prebisch, estructuraron su análisis, se abordaba, como el propio Fernando Henrique lo señala en el artículo conmemorativo, desde un punto de vista genético o histórico:
"Incluso teniendo en cuenta la absorción de las nuevas tecnologías por parte de los sectores exportadores, éstas no se difundían por el conjunto de la economía, y ni siquiera para todo el sector agrícola. Se creaba, de esta forma, una diferencia básica con los países centrales. En éstos, las ganancias de la productividad de un sector se extendían rápidamente por toda la economía. Aunque las economías subdesarrolladas fuesen diversificadas, se volvían homogéneas desde el punto de vista de la absorción del progreso tecnológico. Ya en los países periféricos las eventuales ganancias de la productividad se concentraban en las áreas exportadoras, formándose economías especializadas y heterogéneas. Esa situación diferencial se constituyó a partir de la expansión del capitalismo comercial, que ligó a los países subdesarrollados de la periferia a través del mercado internacional a los países de desarrollo originario, que se encontraban en estado económico y tecnológico más avanzado."
De esta cita habría que destacar varios puntos. En primer lugar que, en efecto, y como el mismo Cardoso ha sostenido en otro artículo, “el desarrollo que sobreviene es capitalista, y no se puede desligar del proceso de expansión del sistema capitalista internacional y de las condiciones políticas en que éste opera”. Ahora bien, el trabajo de rastrear la constitución de estos fenómenos “sólo tiene sentido cuando está referido a la historia”; y únicamente esta visión diacrónica puede conjurar el “simplismo de la versión vulgar de la teoría del imperialismo, siempre pronta a ver una mera imposición política de los países centrales en los países de la periferia”. La comprensión ideológica de la tesis, entonces, es una vulgarización de corte populista, aunque Cardoso distingue, ciertamente, entre grados de populismo:
"Se vive una situación diferente de los anteriores procesos de tipo varguista, peronista, o cualquiera que sea el nombre que hayan tenido. Aquellos apelaban directamente a las masas, las incorporaban parcialmente en la sociedad, despreciaban la democracia representativa, redistribuían recursos, pero no alentaban propósitos de mudanzas de orden económico-social prevaleciente. El antiamericanismo fue fuerte con Perón, pero no fue característica de Vargas. Y ambos jamás dejaron entrever una actitud anti-mercado, siendo que el estatismo, especialmente del período democrático de Vargas, era más pragmático que ideológico (…)."
La conformación de las relaciones centro-periferia no aparece en la perspectiva de Cardoso como un fatalismo: “En cualquier caso no existía una inevitabilidad de una forma específica de dependencia, pues ésta no provino de mera imposición externa, sino de la combinación de factores externos e internos y de las alianzas entre ellos”.
Efectivamente, Cardoso se había referido ya en 1970 a esta “ventaja” del enfoque dependentista, que es capaz de desplazar “la explicación simplista de un condicionante externo sobre el interno” hacia una idea “más integrada de la relación”. Señala que, en propiedad, “no existe la distinción metafísica entre los condicionantes internos y los externos”, por lo que resulta imperioso remitir el análisis al nivel concreto, “aquel penetrado por las mediaciones políticas y sociales, de la pugna de intereses por medio de la cual se va imponiendo el capitalismo o al que se van oponiendo fuerzas sociales creadas por el mismo”.
Con lo dicho anteriormente, se comprende que Cardoso precise que, en realidad, no existe una teoría de la dependencia, sino que ésta última viene, más bien, a ser “la expresión política en la periferia del modo de producción capitalista cuando éste es llevado a la expansión internacional”.
Se colige de aquí que, como apunta Eduardo Devés Valdés, las variables acuñadas por el dependentismo “aluden a la idea de un sistema económico mundial”, quedando claro que “sin duda, la escuela dependentista vio el problema del desarrollo latinoamericano enfatizando la presencia de múltiples conexiones que trascendían con mucho lo nacional”.
Ahora bien: entendido esto, y sentado el presupuesto de que no es propiamente la dimensión internacional del capitalismo la que, per se, produce la dependencia –ni la que invalidaba, por otra parte, el modelo de la industrialización hacia adentro- , Cardoso advierte (a comienzos de los 70, cuando escribía el artículo citado) un cambio de paradigma mundial que tiene que ver con esa “internacionalización bien distinta” a la que se ha referido antes:
"El proceso actual de división internacional del trabajo, impulsado por el capitalismo monopólico y por la reorganización de las empresas llamadas multinacionales que pasan a operar como “conglomerados” en los que se incorporan distintas ramas de la producción, abre posibilidades a la industrialización de áreas periféricas del capitalismo. […] Este proceso no había sido previsto por las teorías del imperialismo y de la acumulación capitalista."
Cardoso destaca la complejidad del nuevo panorama, que reaviva un “problema no resuelto en la teoría del capitalismo”, esto es, el del “carácter contradictorio de la acumulación”, en vista de que se produce un fenómeno paralelo de “endeudamiento externo creciente” y a la vez “la ampliación de la capitalización en las economías dependientes”. Reconoce, desde luego, la aparición de un asunto polémico: una “nueva forma de dependencia” que se fundamenta en “la explotación de la plusvalía relativa y en el aumento de la productividad”. Argumentando contra André Gunder Frank y contra Ruy Mauro Marini, la tesis de Cardoso es que ese “nuevo carácter de la dependencia”, sin embargo, “no choca con el desarrollo económico de las economías dependientes”. Este fenómeno paralelo de dependencia y desarrollo capitalista supone una revisión de los postulados marxistas que identifican la dinámica del capitalismo con la creación de desigualdad, y ante los cuales se propone el ejemplo de México y Brasil, afectados de un crecimiento que, según Cardoso, no puede calificarse de no estructural, pues “la composición de las fuerzas productivas, la alocación de los factores de producción, la distribución de la mano de obra, las relaciones de clase, se están modificando en el sentido de responder más adecuadamente a una estructura capitalista de producción”.
Para 1990, el análisis de Cardoso sobre esta conversión de las estructuras de la producción al nuevo orden internacional, implicaba también un redimensionamiento del Estado. En una entrevista concedida ese año a Pensamiento Iberoamericano afirmó: “Creo que hay que sacar al Estado de ser paraguas de actividades de baja productividad y dejarlas a la libre competencia. Pero la falacia liberal es creer que en ello está toda la solución. En Brasil, el 70 por ciento de la renta va a los capitales y el 30 por ciento a los trabajadores, lo inverso de lo que ocurre en EEUU. Tenemos que reforzar y modernizar el Estado en las áreas de bienestar social, educación, salud, y al mismo tiempo desvincularlo del sector productivo”.
En efecto, el mandato de Cardoso, después de los éxitos del Plano Real, coincidió con la ola privatizadora que, bajo las directrices del llamado Consenso de Washington, caracterizaron la década de los 90: en 2001 el Estado brasilero había vendido 119 empresas (frente a las 31 que se encontraban privatizadas en 1994), con algunas operaciones tan importantes como las que afectaron a la mina Vale do Rio Doce o a la telefónica Telebrás. Echando la vista atrás, en el artículo referido al comienzo de este aparte, acota Cardoso que las privatizaciones surgieron como respuesta a la crisis de la deuda, “menos por una decisión ideológica de inspiración neoliberal y más para ayudar en el ajuste de las cuentas públicas y para dar a las grandes empresas, antes estatales, mayor movilidad en el mercado, así como para construir infraestructura moderna necesaria para el desarrollo económico” Más allá de la razón práctica del gobernante, sin embargo, el economista justifica la brusquedad en el cambio de modelo arguyendo que, cuando Faletto y él formularon sus primeras observaciones teóricas, mantuvieron “la preocupación por los grados de la autonomía nacional y, por tanto, por el papel que el Estado jugaría en las decisiones del desarrollo. No se vislumbraba todavía la relativa autonomía de las empresas multinacionales delante de los Estados, incluso en los países centrales, ni se imaginaba una situación en que las grandes organizaciones creadas para estabilizar el orden económico y ofrecer mejores oportunidades de crecimiento a los países subdesarrollados, como el FMI o el Banco Mundial, pareciesen frágiles para cumplir su misión. Hoy se muestran insuficientes para controlar el dinamismo de la economía global y de las empresas multinacionales y equilibrar el crecimiento de las economías emergentes”.
La evaluación que hace Cardoso de la suerte que corrieron en América Latina los ajustes de los años 90, tiene en cuenta, en primer término (y “simplificando bastante”, como dice), las desiguales condiciones en que los distintos países se encontraban para insertarse en el contexto del mercado mundial. Tenía que ver esto, sobre todo, con el grado de diversificación con que contase cada una de las economías nacionales; de suerte que aquellos cuyas estructuras se hallaban más cercanas a las “antiguas economías de enclave” se vieron en desventaja frente a los que habían venido ampliando y terciarizando su mercado de bienes y servicios.
No deja de ser significativo, sin embargo, que los países mencionados por Cardoso en el apartado de menos competitivos sean, justamente, Ecuador, Bolivia y Venezuela, esto es, los que también reprueban en la asignatura de que se ocupa a continuación, y que no es otra que la profundización democrática y el funcionamiento de las instituciones.
Antes se ha mostrado cómo la noción de dependencia formulada por Fernando Henrique no se establecía en términos maniqueos, sino que tomaba en cuenta, y de manera central, el propio orden interno de los países y el juego de intereses y complicidades entre todos los actores sociales. La superación de las trabas al desarrollo que suponen estos factores pasa, claramente, por el fortalecimiento de la sociedad civil, que, según explica, en los países dependientes no logró establecer paradigmas con el poder análogos a los anglo-sajones (y nótese aquí que no se refiere en propiedad a los centrales, de modo que la diferencia parece contener, también, un componente cultural). Para el estudio, entonces, de la forma en que estas redes de poder afectan el desempeño económico propone un enfoque en tres niveles vinculados entre sí: “1º) Las relaciones entre clase, Estado y partidos; 2º) las condiciones, efectos y bases del proceso de “movilización nacional”; 3º) Las contradicciones y tensiones, dentro y fuera del Estado, entre el interés imperialista y el ‘interés nacional’ ”.
En relación con el contenido del nivel número 2, el Cardoso más reciente integra los procesos vinculados a la izquierda revolucionaria en el mismo contexto de “movilización nacional”, reconociéndolos, en parte, como producto de la inclusión que la conquista de libertades políticas fue permitiendo a “actores sociales antes marginalizados”. Caracterizando sus particularidades, describe el diverso itinerario que experimentaron aquellas tendencias, desde el régimen de Allende hasta los distintos puntales del foquismo guerrillero, sin dejar de notar la supervivencia de un discurso que se propone alimentar “el sueño de ‘otra sociedad’ ”, y que abarca el fenómeno zapatista mexicano o el Movimiento de los Sin Tierra, en Brasil, advirtiendo sin embargo que “la situación general del país está tan alejada de la retórica revolucionaria, que se torna difícil asumirla públicamente”.
Lo que resulta desconcertante para la apreciación de Cardoso es en cambio el surgimiento del llamado “neopopulismo”, aplicado este término a gobiernos como los de Venezuela, Bolivia “y hasta la misma Argentina (dado el carisma del Jefe y el distributivismo de las políticas sociales presentes en esos países)”. Según advierte el economista, estos regímenes se han alimentado de un discurso que reacciona frente a las políticas de ajuste, “a las cuales atribuyen todos los males del presente”, de modo que se sustentan en un “discurso regresivo”, escéptico de los mercados y partidario de la “vuelta al estatismo”. Lo preocupante, dice Cardoso, es que más allá de esta “retórica negativista”, que impugna la preponderancia norteamericana y la globalización, no se señala “el camino utópico que garantizará un futuro de mayor igualdad y bonanza económica”. Con lo cual parte de uno de sus padres la misma crítica que durante mucho tiempo ha sufrido la Teoría de la Dependencia, y que responde, en realidad, a esa mera denuncia antiimperialista a la que se la ha querido reducir, convirtiéndola –y es de esto de lo que se la acusa- en una teoría del subdesarrollo en vez de serlo del desarrollo.
El caso es que, para algunos países, el reverso en positivo del enfoque no sólo consiste en el abandono del sentido peyorativo con que se ha utilizado el término dependencia, sino en asignarle, incluso, un contenido deseable en cuanto forma de inserción en el mercado global. Así, por ejemplo, en una entrevista concedida en septiembre de 2005 al diario La Nación, el historiador de la economía Pablo Gerchunoff postulaba que “la Argentina empieza a vislumbrar la posibilidad de un patrón productivo nuevo, a partir de un cambio en el comercio mundial”. En cierta forma, sin embargo, ese patrón productivo nuevo consiste en volver a encontrar –aunque en un escenario distinto- lo que Gerchunoff califica de “engarce feliz” en la demanda internacional, expresión que aparece allí referida no al mercado actual, sino a la Inglaterra de la que Argentina dependió entre 1880 y 1930. La reflexión del entrevistado, que parte de la pregunta “¿Acaso hay alguien que esté ocupando el lugar que ocupaba Inglaterra entre 1880 y 1930?”, responde “que sí, que puede ser que los países asiáticos, y en particular China, sean las nuevas potencias industriales emergentes y que estén a la caza de materias primas, alimentarias y no alimentarias. Si es así, se trata del segmento del capitalismo mundial más dinámico de la Tierra, y quiere decir que hay un nuevo engarce posible”.
Creo que, en última instancia, todo puede resumirse en los claros términos en que lo hace Allan Greenspan en su reciente Era de las turbulencias:
"El nuevo mundo en el que vivimos en el día de hoy está dando a muchos ciudadanos mucho que temer, incluido el desarraigo de numerosas fuentes de identidad y seguridad anteriormente estables. Donde más rápido es el cambio, las crecientes disparidades en la distribución de la renta suponen una preocupación clave; se trata en verdad de una era de turbulencias, y sería imprudente e inmoral minimizar el coste humano de sus trastornos. A la luz de la creciente integración de la economía global, los ciudadanos del mundo afrontan una trascendente elección: abrazar los beneficios a escala mundial de los mercados y las sociedades abiertos que sacan a la gente de la pobreza y la hacen ascender por la escalera de las habilidades hasta una vida mejor y más plena, sin perder de vista las cuestiones fundamentales de la justicia; o rechazar la oportunidad y abrazar el regionalismo, el tribalismo, el populismo y en verdad todos los ismos a los que se acogen las comunidades cuando sus identidades se hallan bajo asedio y no pueden percibir una opción mejor."